Un periodista, inglés y
protestante, y un pianista, alemán y judío, nos cuentan qué ocurrió el día en
que, por casualidad, entraron en una iglesia.
Douglas Hyde
Fue un gran
periodista inglés, educado como metodista
por sus padres, pero que en su juventud
perdió la fe y se hizo comunista
durante 20 años, ocho de los cuales fue director jefe del periódico del
partido comunista inglés el Dayly Worker.
Hasta
ese día, la opinión que tenía Douglas sobre el catolicismo no podía ser más
negativa:
“Yo creía que todos los
sacerdotes, monjas y monjes eran inmorales, que los jesuitas eran siniestros y
criminales. Y seguía conservando mis prejuicios comunistas.
“En el partido sosteníamos que la población católica representaba la
parte más atrasada, inculta y políticamente moribunda del pueblo y que los
católicos estaban hundidos en la superstición y gobernados, sin esperanza de
liberación, por los curas”.
Para
una persona como él, fue un error la decisión que tomó esa tarde al salir del
trabajo.
“Un día al salir de la oficina, entré a una iglesia católica. Permanecí
una hora sentado en la oscuridad, iluminada sólo por la vacilante llama de las
velas del altar. A la mañana siguiente, volví teniendo cuidado de entrar cuando
no me viera nadie. Cuanto más veía
aquella iglesia, más me gustaba. Pero seguía sin poder rezar. Era
ridículo y degradante arrodillarse, un signo de sumisión, de rendimiento, de
humildad. Era como hablar con alguien que no estaba presente, que ni siquiera existía. Pero yo seguí yendo día tras día, noche tras noche.
“Una mañana sucedió algo. Estaba sentado en la penumbra de Santa
Etheldreda, en el último banco, como de costumbre, cuando entró una joven de
unos dieciocho años, pobremente vestida y no muy agraciada. A mí me parecía que
sería una criada irlandesa. Pero, al pasar por mi lado, vi la expresión de su
rostro: estaba preocupada.
“Como yo, ella tenía evidentemente alguna grave preocupación. Con paso decidido avanzó
por el centro de la iglesia hacia el altar, después giró hacia la izquierda,
encaminándose a un reclinatorio en el que se arrodilló delante de Nuestra
Señora, después de haber encendido una vela y echado unas monedas en la
alcancía.
“A la luz de la llama de la vela, pude ver cómo sus manos pasaban unas
cuentas y cómo inclinaba la cabeza de vez en cuando. Aquella era una práctica
católica que yo desconocía. Aquel era el mundo de la fe. Aquel era el mundo que
yo buscaba ¿Era una superstición? ¿Era
el mundo propio de los salvajes? Al pasar a mi lado, cuando salía, miré el
rostro de la joven. Fuera cual fuera su preocupación había desaparecido. Sencillamente
desaparecido. Y yo hacía meses y años que llevaba a cuestas el peso de la mía”.
Ya
a solas, en la iglesia, se siente con fuerzas para reconocer que algo dentro de
él estaba cambiando.
“Cuando estuve seguro de que
nadie me veía, me encaminé casi como un perro por el centro de la iglesia como
ella había hecho. Al llegar al altar, giré a la izquierda, eché unas monedas en
la alcancía, encendí una vela, me arrodillé en el reclinatorio e intenté rezar
a Nuestra Señora. Pero era lo mismo que me ahorcaran por una oveja que por un
cordero. Si iba a ser supersticioso e iba a rezar a alguien que no estaba allí,
bien podría dar un paso más en mi superstición y rezar a una imagen. Pero ¿cómo
se rezaba a Nuestra Señora? Yo no lo sabía. ¿Se rezaba a Ella o por medio de
Ella como si fuese una intermediaria? ¿Se contemplaba la imagen para ver la
realidad que había tras ella o había que dirigir las palabras solamente a la
imagen? Tampoco lo sabía. Intenté recordar alguna oración dedicada a Ella de la
literatura medieval o algo de los poemas de Chesterton o Belloc. Pero fue
inútil... Fuera de la iglesia traté de recordar las palabras que había
pronunciado y casi me eché a reír. Eran la letra de una música de baile del año
veinte de un disco de gramófono que había comprado en mi adolescencia: Oh dulce
y encantadora señora, sed buena. Oh Señora, sed buena conmigo”.
Al
final de su lucha deja las armas y, como Juliano, el Apóstate, diría: “Me
venciste, Galileo”.
“A
las ocho y media de la noche del 17 de enero de 1948 telefoneé al colegio de
los jesuitas de nuestro barrio para bautizar a nuestros dos hijos, y nuestra
instrucción comenzó bajo la dirección del Padre Joseph Corr, un santo y culto
anciano jesuita del norte de Irlanda, que comenzó su tarea sin hacernos más
preguntas. Tardó semanas en saber quién era yo”.
Hermann
Cohen
Nació
en Hamburgo aunque vivió casi toda su vida en París. Niño prodigio de la música,
sus triunfos como concertista de piano hicieron de él un joven caprichoso e
inmoral. Hasta que un día, por hacerle un favor a un amigo, entró en una
iglesia.
Tenía
veintiséis años cuando un viernes de mayo de 1847 fue a la iglesia de santa
Valeria de París, situada en la calle Borgoña, cercana a su domicilio. Tenía
que dirigir el coro de la iglesia, porque su amigo, el príncipe de la Moscowa,
le había pedido que lo reemplazara, ya que el aristócrata no podía asistir. Y,
en el momento de la bendición con el Santísimo Sacramento, sintió una gran emoción
y una gran paz.
Como Douglas
Hyde, una vez probada la paz de la iglesia, quiso repetir.
Volvió los
viernes siguientes y, en el momento de la bendición con el Santísimo, sentía la
misma emoción con una paz inmensa.
Pasado el mes
de mayo, volvió cada domingo a la misa a la iglesia de santa Valeria, como si
un fuerte instinto lo guiara hasta allí. Buscó un sacerdote, el Padre Legrand,
para que le hablara de la religión católica y dice:
“La
benévola acogida del sacerdote me impresionó vivamente e hizo caer de un golpe
uno de los prejuicios más sólidamente arraigados en mi mente: Tenía miedo a los
sacerdotes. Sólo los conocía por las novelas, que los representaban como
hombres intolerantes, que sin cesar tenían en los labios las amenazas de la
excomunión y las llamas del infierno. Y me encontré con un hombre instruido,
modesto, bueno, franco, que lo esperaba todo de Dios.
A principios de agosto de ese
año 1847, tuvo que hacer un viaje a Alemania y el domingo 8 de agosto fue a
misa a la parroquia de Ems.
“Allí la presencia invisible,
pero sentida por mí, de un poder sobrehumano, empezaron a agitarme. La gracia
divina se complacía en derramarse sobre mí con toda su fuerza. En el acto de la
elevación (de la hostia y del cáliz) a través de mis párpados sentí, de pronto,
brotar un diluvio de lágrimas, que no cesaban de correr. ¡Oh momento por
siempre jamás memorable para la salud de mi alma! Te tengo presente en mi mente
con todas las sensaciones celestiales que me trajiste de lo Alto...
Experimenté, entonces, lo que sin duda san Agustín debió sentir en su jardín de
Casicíaco al oír el famoso “Toma y lee.”. De pronto y espontáneamente, como por
intuición, empecé a manifestar a Dios una confesión general interior y rápida
de todas las enormes faltas cometidas desde mi infancia... Y, al mismo tiempo,
sentía también una calma desconocida, que pronto vino a extenderse sobre mi
alma como bálsamo consolador... Al salir de la iglesia de Ems, era ya
cristiano. Sí, tan cristiano como es posible serlo, cuando no se ha recibido
aún el santo bautismo”.
Aquel
judío incrédulo y libertino encontró a Dios en una iglesia, y su encuentro con
Cristo le transformó de tal manera que no sólo se bautizó, sino acabó como
sacerdote católico y fundador de la Adoración Nocturna.
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