domingo, 2 de septiembre de 2012

Entre letras y notas





Un periodista, inglés y protestante, y un pianista, alemán y judío, nos cuentan qué ocurrió el día en que, por casualidad, entraron en una iglesia.

                Douglas Hyde

                Fue un gran periodista inglés, educado como metodista  por sus padres, pero que en su juventud  perdió la fe y se hizo comunista  durante 20 años, ocho de los cuales fue director jefe del periódico del partido comunista inglés el Dayly Worker.

                Hasta ese día, la opinión que tenía Douglas sobre el catolicismo no podía ser más negativa:

                “Yo creía que todos los sacerdotes, monjas y monjes eran inmorales, que los jesuitas eran siniestros y criminales. Y seguía conservando mis prejuicios comunistas.
“En el partido sosteníamos que la población católica representaba la parte más atrasada, inculta y políticamente moribunda del pueblo y que los católicos estaban hundidos en la superstición y gobernados, sin esperanza de liberación, por los curas”.

                Para una persona como él, fue un error la decisión que tomó esa tarde al salir del trabajo.

“Un día al salir de la oficina, entré a una iglesia católica. Permanecí una hora sentado en la oscuridad, iluminada sólo por la vacilante llama de las velas del altar. A la mañana siguiente, volví teniendo cuidado de entrar cuando no me viera nadie. Cuanto más veía  aquella iglesia, más me gustaba. Pero seguía sin poder rezar. Era ridículo y degradante arrodillarse, un signo de sumisión, de rendimiento, de humildad. Era como hablar con alguien que no estaba presente,  que ni siquiera existía. Pero yo seguí  yendo día tras día, noche tras noche.

“Una mañana sucedió algo. Estaba sentado en la penumbra de Santa Etheldreda, en el último banco, como de costumbre, cuando entró una joven de unos dieciocho años, pobremente vestida y no muy agraciada. A mí me parecía que sería una criada irlandesa. Pero, al pasar por mi lado, vi la expresión de su rostro: estaba preocupada.

“Como yo, ella tenía evidentemente alguna  grave preocupación. Con paso decidido avanzó por el centro de la iglesia hacia el altar, después giró hacia la izquierda, encaminándose a un reclinatorio en el que se arrodilló delante de Nuestra Señora, después de haber encendido una vela y echado unas monedas en la alcancía.

“A la luz de la llama de la vela, pude ver cómo sus manos pasaban unas cuentas y cómo inclinaba la cabeza de vez en cuando. Aquella era una práctica católica que yo desconocía. Aquel era el mundo de la fe. Aquel era el mundo que yo buscaba ¿Era una superstición?  ¿Era el mundo propio de los salvajes? Al pasar a mi lado, cuando salía, miré el rostro de la joven. Fuera cual fuera su preocupación había desaparecido. Sencillamente desaparecido. Y yo hacía meses y años que llevaba a cuestas el peso de la mía”.

                Ya a solas, en la iglesia, se siente con fuerzas para reconocer que algo dentro de él estaba cambiando.

“Cuando estuve seguro de que nadie me veía, me encaminé casi como un perro por el centro de la iglesia como ella había hecho. Al llegar al altar, giré a la izquierda, eché unas monedas en la alcancía, encendí una vela, me arrodillé en el reclinatorio e intenté rezar a Nuestra Señora. Pero era lo mismo que me ahorcaran por una oveja que por un cordero. Si iba a ser supersticioso e iba a rezar a alguien que no estaba allí, bien podría dar un paso más en mi superstición y rezar a una imagen. Pero ¿cómo se rezaba a Nuestra Señora? Yo no lo sabía. ¿Se rezaba a Ella o por medio de Ella como si fuese una intermediaria? ¿Se contemplaba la imagen para ver la realidad que había tras ella o había que dirigir las palabras solamente a la imagen? Tampoco lo sabía. Intenté recordar alguna oración dedicada a Ella de la literatura medieval o algo de los poemas de Chesterton o Belloc. Pero fue inútil... Fuera de la iglesia traté de recordar las palabras que había pronunciado y casi me eché a reír. Eran la letra de una música de baile del año veinte de un disco de gramófono que había comprado en mi adolescencia: Oh dulce y encantadora señora, sed buena. Oh Señora, sed buena conmigo”.

                Al final de su lucha deja las armas y, como Juliano, el Apóstate, diría:  “Me venciste, Galileo”.

                “A las ocho y media de la noche del 17 de enero de 1948 telefoneé al colegio de los jesuitas de nuestro barrio para bautizar a nuestros dos hijos, y nuestra instrucción comenzó bajo la dirección del Padre Joseph Corr, un santo y culto anciano jesuita del norte de Irlanda, que comenzó su tarea sin hacernos más preguntas. Tardó semanas en saber quién era yo”.

Hermann Cohen

                Nació en Hamburgo aunque vivió casi toda su vida en París. Niño prodigio de la música, sus triunfos como concertista de piano hicieron de él un joven caprichoso e inmoral. Hasta que un día, por hacerle un favor a un amigo, entró en una iglesia.

Tenía veintiséis años cuando un viernes de mayo de 1847 fue a la iglesia de santa Valeria de París, situada en la calle Borgoña, cercana a su domicilio. Tenía que dirigir el coro de la iglesia, porque su amigo, el príncipe de la Moscowa, le había pedido que lo reemplazara, ya que el aristócrata no podía asistir. Y, en el momento de la bendición con el Santísimo Sacramento, sintió una gran emoción y una gran paz.

Como Douglas Hyde, una vez probada la paz de la iglesia, quiso repetir.

Volvió los viernes siguientes y, en el momento de la bendición con el Santísimo, sentía la misma emoción con una paz inmensa.

Pasado el mes de mayo, volvió cada domingo a la misa a la iglesia de santa Valeria, como si un fuerte instinto lo guiara hasta allí. Buscó un sacerdote, el Padre Legrand, para que le hablara de la religión católica y dice:

La benévola acogida del sacerdote me impresionó vivamente e hizo caer de un golpe uno de los prejuicios más sólidamente arraigados en mi mente: Tenía miedo a los sacerdotes. Sólo los conocía por las novelas, que los representaban como hombres intolerantes, que sin cesar tenían en los labios las amenazas de la excomunión y las llamas del infierno. Y me encontré con un hombre instruido, modesto, bueno, franco, que lo esperaba todo de Dios.

                A principios de agosto de ese año 1847, tuvo que hacer un viaje a Alemania y el domingo 8 de agosto fue a misa a la parroquia de Ems.

                Allí la presencia invisible, pero sentida por mí, de un poder sobrehumano, empezaron a agitarme. La gracia divina se complacía en derramarse sobre mí con toda su fuerza. En el acto de la elevación (de la hostia y del cáliz) a través de mis párpados sentí, de pronto, brotar un diluvio de lágrimas, que no cesaban de correr. ¡Oh momento por siempre jamás memorable para la salud de mi alma! Te tengo presente en mi mente con todas las sensaciones celestiales que me trajiste de lo Alto... Experimenté, entonces, lo que sin duda san Agustín debió sentir en su jardín de Casicíaco al oír el famoso “Toma y lee.”. De pronto y espontáneamente, como por intuición, empecé a manifestar a Dios una confesión general interior y rápida de todas las enormes faltas cometidas desde mi infancia... Y, al mismo tiempo, sentía también una calma desconocida, que pronto vino a extenderse sobre mi alma como bálsamo consolador... Al salir de la iglesia de Ems, era ya cristiano. Sí, tan cristiano como es posible serlo, cuando no se ha recibido aún el santo bautismo”.

                Aquel judío incrédulo y libertino encontró a Dios en una iglesia, y su encuentro con Cristo le transformó de tal manera que no sólo se bautizó, sino acabó como sacerdote católico y fundador de la Adoración Nocturna.



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