lunes, 20 de diciembre de 2010

¿Cuánto haces que no te confiesas?

-¿Cuánto haces que no te confiesas? –me preguntó apenas me arrodillé.

-Hará un par de meses, padre…

-¿Cuánto haces que no te confiesas?

-Serán dos meses, padre…

-¿Cuánto haces que no te confiesas? –preguntó de nuevo casi enojado.

-Padre, no recuerdo bien, pero han pasado muchos meses.

-¡Vete, mentiroso, hereje, que no eres otra cosa! ¡Son meses y meses que no te acercas al perdón de Dios!

Esa fue mi primera y breve confesión con el Padre Pío. Quedé profundamente turbado al escuchar sus ásperas palabras y notar su mirada de reproche. Desconcertado, no atinaba a levantarme. No me parecía posible terminar así mi confesión.

Hubiera deseado recibir su perdón, había ido allí para eso; pero entendía que quizá no lo merecía. Sus palabras me habían herido tanto como para hacer estallar en mí un profundo sentido de culpa (indispensable para recibir el perdón verdadero).

Después de algún tiempo retorné a San Giovanni Rotondo, al convento del Padre Pío, con la intención de confesarme, o mejor dicho, internar nuevamente confesarme. Tenía el corazón en la boca mientras me acercaba al confesionario. Arrodillándome, me hice la señal de la cruz, escuchando de inmediato al Padre Pío:

-¿Cuánto haces que no vas a misa?

-Asisto casi todos los domingos, padre.

-¿Desde cuándo no vas a misa? –in sitió.

-Sabe, padre, algunas veces, los domingos no voy a misa porque estoy muy ocupado por motivos de trabajo –respondí sabiendo bien, por la experiencia anterior, que no convenía insistir en una versión no totalmente sincera. Esperaba encontrar su comprensión, pero en cambio…

-¡Vete, vete, tremendo hereje y mentiroso!¡El tiempo para la diversión seguro que lo encuentras y para el Señor no!

Me puse en pie sin levantar la vista. Me consideraba humillado por este nuevo rechazo y me alejé lentamente pensando en mi corazón que jamás conseguiría la absolución del Padre Pío, si continuaba presentándome ante él con escasa verdad y sin la necesaria preparación espiritual. Tampoco me resultaba de consuelo el hecho de que otros fieles, por diversos motivos, también eran rechazados de mala manera por el fraile.

Decidí quedarme en San Giovanni Rotondo para prepararme con seriedad a un confesión con el Padre Pío. Luego de algunos días me consideré finalmente preparado, pero cuando llegó mi turno, quedé por un momento en la indecisión de arrodillarme delante del fraile para confesar mis pecados o, en cambio, esperar todavía. Pero tronó la voz del Padre Pío diciéndome, en el dialecto regional:

-¡Vamos, muchacho, quieres moverte que me haces perder el tiempo!

Trastornado, me arrodillé apresuradamente a sus pies.

-¿Qué pasa, pensabas no confesarte nunca más?

-No, padre, estaba solamente un poco temeroso de cómo me recibiría.

-¡Y… no soy justamente el dueño de casa –contestó insinuando una sonrisa. Después agregó:

-¿Y te querías ir justamente ahora que estás más preparado que las otras veces para acercarte al Señor?

Confesé mis culpas con íntima libertad como si hablara con un amigo y obtuve la absolución. Salí de la iglesia sintiéndome más aliviado, como liberado de un gran peso.

No era fácil hablar con el Padre Pío. Su modo huraño y apresurado de tratar a las personas infundía temor en cualquiera que se le acercara. Quizá por eso y también por muchas otras cosas más siempre es bueno volver a tomar contacto con él tratando de conocerlo más a través de su infatigable tarea apostólica y del testimonio de entrega total a Dios y a los hombres manifestado a lo largo de su vida.

Antonio Pandiscia, del libro “Padre Pío”.