martes, 7 de diciembre de 2010

La Maleta Perdida


Cuando vi su foto intuí que, detrás de aquel rostro cegado por una tristeza profunda como una noche polar, se escondía algo más que la preocupación por haber perdido una maleta, o de sentirse estafado al no poder disfrutar de las vacaciones que se había llevado todos sus ahorros. Estaba allí en medio de la terminal, ocupando un primer plano de una fotografía que llenaba un cuarto de página del periódico. Era un muchacho de unos veinticinco años, y parecía ajeno al trasiego de las decenas de miles de pasajeros atrapados en las terminales del aeropuerto el día en que los controladores se pusieron enfermos todos al mismo tiempo.
El viernes estaba en Vigo cuando le llegó la noticia de que su padre estaba en las últimas. No llegó a tiempo antes de que el aeropuerto gallego se cerrase al tráfico, y tuvo que viajar a Madrid en autobús desde donde pensaba coger el primer vuelo a Canarias. En la capital se enteró de que su papá había muerto. El único consuelo que le quedaba era poder asistir a su entierro, ayudar a cargar su féretro y derramar unas lágrimas junto a su ataúd. Pero tampoco llegó a tiempo.
Esa imagen del muchacho triste mirando hacia ninguna parte me retrata a un nuevo hijo pródigo que quiso ponerse en camino hacia donde estaba su padre. Quizás se separaron de forma traumática, tal vez se dijeron cosas que les hirieron, a lo mejor se cruzaron amenazas o se prometieron rencor eterno, quizás se maldijeron recuerdos o incluso llegaron a las manos. Y quizás aquel viaje de última hora era la ocasión de enterrar rencillas y deshacer promesas crueles, el momento de ahogar en abrazo tantas malas historias pasadas. Iría a llorar junto a su padre, ponerse de rodillas y pedirle perdón al mismo que tantas veces le llevó de la mano cuando era niño, el que le enseñó a cruzar la calle y la tabla de multiplicar, al que le escuchó el primer padrenuestro y el que le contó cuentos de personajes legendarios, el que trabajó hasta vaciarse para que su hijo tuviera siempre comida en la mesa y una cama donde descansar, el que se endeudó hasta las cejas para pagarle sus estudios. Ese mismo hombre, devorado ahora por los estragos de la enfermedad, se merecía al menos unas flores frescas junto a su ataúd y el abrazo de un hijo que quería llegar a tiempo para abrazar a su padre antes de que los enterradores le apartaran para siempre de él. Sólo esperaba llegar a tiempo para decirle al oído: “Viejo, tú sabes cuánto te quiero”. Pero ese muchacho triste se ha quedado atrapado en un aeropuerto extraño, ya como una maleta sin equipaje en tránsito hacia ninguna parte.

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