Nos lo han dicho tantas
veces que ya no lo hemos creído: la televisión engorda. Algunos son tan adictos
a ella que, a riesgo de pasarse con la ración de culebrón, teletienda y chismorreo se exponen a que el
colesterol televisivo se los lleve por
delante.
En La Casa Tomada,
una narración de Julio Cortázar, se nos cuenta la historia de dos hermanos
cuarentones que viven solos en una gran mansión. Unos okupas a los que nunca
llegan a ver se meten en la finca y, poco a poco, se van apoderando de ella
hasta que los propietarios no les queda espacio donde vivir y deciden
abandonarla.
La televisión se instaló en nuestros hogares allá por los
años sesenta. La veíamos por la tarde sentados frente una taza de Colacao y unas galletas maría mientras
contemplábamos la Hormiga Atómica o
un episodio de Bonanza. La veían
nuestros padres por la noche, acurrucados bajo una manta en el sofá
entretenidos con los Invasores o el Santo. La veíamos toda la familia junta en ocasiones extraordinarias como
cuando el hombre pisó la luna o la selección española ganó el primer europeo.
Entonces Charlton Heston, Gary Cooper o John Wayne eran hombres buenos que
siempre salvaban a la chica que se había metido en un lío, y cuando el gatillo
de sus pistolas se disparan eran porque en sus puntos de miran se habían puesto
a tiro asesinos y torturadores a los que era preciso hacer desaparecer del
mapa.
Pero con la tele nos ha pasado como con los okupas de La Casa Tomada: han ido invadiendo nuestra
vida hasta apoderarse completamente de ella. Empezamos colocando una en el
salón y nos reuníamos junto a ella bajo el sonsonete de la lotería de Navidad
de fondo. Luego instalamos otra en la
cocina para que nos acompañase mientras fregábamos los cacharros o hervía la
sopa. Después la colocamos en el cuarto de los críos y acabamos por poner una
en la alcoba para que el matrimonio fuera de tres. Ese ojo rectangular es como una boca que nos engulle el seso, la
ventana a través de la cual un encantador prodigioso nos susurra mentiras
aduladoras. Gracias a ella hemos convertido en millonarios a mediocres sin
escrúpulos que nos han vendido secadores de pelo, aparatos de vibración
muscular, escobas eléctricas, sprays mágicos que lo mismo valen para limpiar
ventanas que para lustrar zapatos; hemos enriquecido a vendedores de condones,
a los alquimistas de la muerte como los farmacéuticos de los anticonceptivos o
la píldora del día después. Hemos convertido en personajes de enciclopedia a
holgazanes profesionales, a los que han hecho un agujero en los sofás de tanto
usarlos, y ahora lo hemos subido a las peanas de la celebridad, les reímos sus
chistes sin gracia, les olemos sus sobacos y recogemos su porquería. Hemos
permitido que nos engañen, que nos importen más la vida de los futbolistas que
la muerte de los mendigos; hemos metido en nuestras casas a traficantes de
heroína, a pornógrafos, a lectores de las rayas de la mano, adivinos, nigromantes, a vendedores de
crecepelo y de ungüentos milagrosos para restaurar la juventud o devolvernos la
cintura que teníamos a los quince años. A ese artefacto adormecedor que hunde
nuestra conciencia en lo más profundo de los sueños mientras los ladrones del
alma escarban en nuestros bolsillos y nos trajinan la cartera, a ése, digo, le
hemos dado la llave de nuestras casas y ahora se han hecho fuertes en ella. A
través de la televisión el demonio se nos ha colado por la ventana con su olor
a azufre susurrándonos al oído secretos repugnantes, soliviantando ánimos, proponiéndonos
ideas escalofriantes.
Pera esa misma televisión que es una alcahueta que nos
cuenta lo más insignificante de la gente más trivial, es al mismo tiempo una
gran mentirosa y la mayor de las encubridoras. Os hablará mucho de sexo, de lo
buenos que son los abortistas y los perversos que son los que se oponen a la
libre elección. Si os nombra algún sacerdote, nueve de cada diez veces será un
pedófilo, un carca que vive fuera de su tiempo o de alguien que se llevó las
limosnas del cepillo. Os dirá que no queda gente buena entre los seguidores de
Cristo; os tratará de vender la moto de que a favor de la eutanasia lucha gente
muy misericordiosa que sólo quiere evitar los sufrimientos del prójimo. Os
presentará a personajes homosexuales, a doctores muerte, a científicos ateos
todos ellos guapísimos, encantadores, amigos de todos, defensores de todos,
luchando por todos, siempre en contraposición a los feísimos, siniestros e
hipócritas católicos que después de misa se la pegan a sus esposas con una camarera
o se gastan el sueldo en tragaperras. Tenemos tragaderas de ballena para
digerir tanta patraña.
Pero
no os hablará de la mujer cristiana condenada en Pakistán a morir ahorcada por
no renunciar a su fe. No os hablará de los millones de cristianos perseguidos,
apedreados, desterrados o asesinados en las iglesias sólo por serlo. No os
hablará de tantos sacerdotes y misioneros ajusticiados cada año por el
Evangelio. Ni de la azafata británica que perdió su empleo por llevar colgado
un crucifijo, ni de la pareja que obligó a abortar a una madre de alquiler
porque su bebé nacería quizá con síndrome de Down, ni de Linda Gibbons, una
abuelita canadiense menuda como una lagartija que se ha pasado siete de sus
últimos quince años en la cárcel condenada por plantarse delante de una clínica
abortista sola, en silencio, con un humilde pancarta que decía: ¿Por qué, mamá?
Os
hablará de lo maravillosa que es la vida del homosexual, pero no oiréis por
ninguna parte que la tasa de positivos por Sida es cuarenta y cuatro veces
mayor entre este grupo que entre los heterosexuales, que su índice de suicidios en sensible mayor, que enferman más
y mueren antes. La televisión nos ha convencido para que veamos con buenos ojos
a las madres que alquilan sus vientres y venden sus hijos, de úteros y ovarios
que se ponen al mercado para quien pueda comprarlo, de hijos que se piden por
catálogo de donantes bellísimos. No os hablará de que la vida se ha convertido
en un mercadillo de domingo donde lo último que cuenta es la existencia de los nacidos.
Os dirá que las parejas del mismo sexo tienen derecho a ser papás o mamás, pero
no de que a lo mejor esos hijos también tiene otros derechos, como el de tener
un padre y una madre. Los niños se han
convertido en criaturas instrumentales que sirven para cubrir los huecos que la
naturaleza dejó en blanco, para ser
juguetes caros de la ideología homosexual, para ser bebés medicamentos, para
que madres traficantes de vida sirvan para alquilar sus úteros y vender sus
almas.
Te
desafío a que apagues la tele. ¡Apágala! ¿A que no puedes? La llevamos como una
cadena al cuello que nos deja movernos hasta donde ella quiere que lo
hagamos. Apaga esa tele y ponte a hacer
ganchillo o a reparar esa gotera que amenaza con desprender el techo, o
pongámonos a alabar a Dios o rezar el rosario. Apaga esa tele y siéntate con tu
hijo y decídete a escucharle, que a lo mejor se pasa el día haciendo el tonto
porque echa de menos a un padre que le haga más caso. Apaga esa tele y escucha
a tu mujer. Aparta de ella las sucias manos de la televisión que la convierte
en invisible, hace que no mires a los ojos de tu esposa y le digas lo guapa que
estás o lo rico que está el guiso. Apaga esa tele y desengancha las cuerdas que
te hacen esclavos de ella. Apaga esa tele, esa bomba de relojería que va
detonando lentamente con un tictac suave y adormecedor, que la hemos colocado
en el centro de nuestra mesa, en el punto de encuentro de todas las miradas, en
la que dirige todos los debates, la que se entromete en nuestras
conversaciones, la que gobierna nuestro tiempo y manda callar a la abuela.
Apaga esa tele, cortemos de cuajo ese cordón que nos convierte en mirones
lujuriosos de vidas ajenas, en adoradores de celebridades insignificantes.
Apaga esa tele y hagámosle ver que ya hemos descubierto sus trucos de
estafadora vieja, que no queremos seguir comprándoles sus fetiches nauseabundos.
¡Apaga esa tele de una vez, si es que puedes!
Hace años que no veo la televisión, excepto algún que otro programa cultural o informativo. Aún así, encuentro que todo está muy manipulado. Los mensajes subliminares invaden al espectador. Me parece vergonzoso todos los realityshows, donde la dignidad de la persona se tira tan fácilmente a la basura.La gente tiene cada vez más miedo a estar sola, a buscar el silencio, a encontrarse consigo misma, y eso... ¡es necesario!
ResponderEliminarOff topic: Tus post son fantásticos. Un fuerte abrazo
Solo hay una cosa que me irrita. ¡La verificación de palabra! grrrrrrr.
ResponderEliminarPues cuanta verdad!!!! en mi Casa no la vemos mucho....y suelo esconder el mando a veces.....el ordenador ni te cuento...yo sé la contraseña y nadie mas....asi que en el verano que la veo menos..espero un dia atreverme a quitarla del todo...empecé sin tele cuando me casé y oia cosas como: Puedes vivir sin ella?....y me di cuenta de lo encadenada que estaba la gente a esta cajita tonta......
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