sábado, 28 de julio de 2012

¡Apaga esa Tele!


Nos lo han dicho tantas veces que ya no lo hemos creído: la televisión engorda. Algunos son tan adictos a ella que, a riesgo de pasarse con la ración de culebrón,  teletienda y chismorreo se exponen a que el colesterol  televisivo se los lleve por delante.

            En La Casa Tomada, una narración de Julio Cortázar, se nos cuenta la historia de dos hermanos cuarentones que viven solos en una gran mansión. Unos okupas a los que nunca llegan a ver se meten en la finca y, poco a poco, se van apoderando de ella hasta que los propietarios no les queda espacio donde vivir y deciden abandonarla.

            La televisión se instaló en nuestros hogares allá por los años sesenta. La veíamos por la tarde sentados frente una taza de Colacao y unas galletas maría mientras contemplábamos la Hormiga Atómica o un episodio de Bonanza. La veían nuestros padres por la noche, acurrucados bajo una manta en el sofá entretenidos con los Invasores o el Santo. La veíamos toda la familia  junta en ocasiones extraordinarias como cuando el hombre pisó la luna o la selección española ganó el primer europeo. Entonces Charlton Heston, Gary Cooper o John Wayne eran hombres buenos que siempre salvaban a la chica que se había metido en un lío, y cuando el gatillo de sus pistolas se disparan eran porque en sus puntos de miran se habían puesto a tiro asesinos y torturadores a los que era preciso hacer desaparecer del mapa.   
        
            Pero con la tele nos ha pasado como con los okupas de La Casa Tomada: han ido invadiendo nuestra vida hasta apoderarse completamente de ella. Empezamos colocando una en el salón y nos reuníamos junto a ella bajo el sonsonete de la lotería de Navidad de  fondo. Luego instalamos otra en la cocina para que nos acompañase mientras fregábamos los cacharros o hervía la sopa. Después la colocamos en el cuarto de los críos y acabamos por poner una en la alcoba para que el matrimonio fuera de tres. Ese ojo rectangular  es como una boca que nos engulle el seso, la ventana a través de la cual un encantador prodigioso nos susurra mentiras aduladoras. Gracias a ella hemos convertido en millonarios a mediocres sin escrúpulos que nos han vendido secadores de pelo, aparatos de vibración muscular, escobas eléctricas, sprays mágicos que lo mismo valen para limpiar ventanas que para lustrar zapatos; hemos enriquecido a vendedores de condones, a los alquimistas de la muerte como los farmacéuticos de los anticonceptivos o la píldora del día después. Hemos convertido en personajes de enciclopedia a holgazanes profesionales, a los que han hecho un agujero en los sofás de tanto usarlos, y ahora lo hemos subido a las peanas de la celebridad, les reímos sus chistes sin gracia, les olemos sus sobacos y recogemos su porquería. Hemos permitido que nos engañen, que nos importen más la vida de los futbolistas que la muerte de los mendigos; hemos metido en nuestras casas a traficantes de heroína, a pornógrafos, a lectores de las rayas de la mano,  adivinos, nigromantes, a vendedores de crecepelo y de ungüentos milagrosos para restaurar la juventud o devolvernos la cintura que teníamos a los quince años. A ese artefacto adormecedor que hunde nuestra conciencia en lo más profundo de los sueños mientras los ladrones del alma escarban en nuestros bolsillos y nos trajinan la cartera, a ése, digo, le hemos dado la llave de nuestras casas y ahora se han hecho fuertes en ella. A través de la televisión el demonio se nos ha colado por la ventana con su olor a azufre susurrándonos al oído secretos repugnantes, soliviantando ánimos, proponiéndonos ideas escalofriantes.

            Pera esa misma televisión que es una alcahueta que nos cuenta lo más insignificante de la gente más trivial, es al mismo tiempo una gran mentirosa y la mayor de las encubridoras. Os hablará mucho de sexo, de lo buenos que son los abortistas y los perversos que son los que se oponen a la libre elección. Si os nombra algún sacerdote, nueve de cada diez veces será un pedófilo, un carca que vive fuera de su tiempo o de alguien que se llevó las limosnas del cepillo. Os dirá que no queda gente buena entre los seguidores de Cristo; os tratará de vender la moto de que a favor de la eutanasia lucha gente muy misericordiosa que sólo quiere evitar los sufrimientos del prójimo. Os presentará a personajes homosexuales, a doctores muerte, a científicos ateos todos ellos guapísimos, encantadores, amigos de todos, defensores de todos, luchando por todos, siempre en contraposición a los feísimos, siniestros e hipócritas católicos que después de misa se la pegan a sus esposas con una camarera o se gastan el sueldo en tragaperras. Tenemos tragaderas de ballena para digerir tanta patraña.

Pero no os hablará de la mujer cristiana condenada en Pakistán a morir ahorcada por no renunciar a su fe. No os hablará de los millones de cristianos perseguidos, apedreados, desterrados o asesinados en las iglesias sólo por serlo. No os hablará de tantos sacerdotes y misioneros ajusticiados cada año por el Evangelio. Ni de la azafata británica que perdió su empleo por llevar colgado un crucifijo, ni de la pareja que obligó a abortar a una madre de alquiler porque su bebé nacería quizá con síndrome de Down, ni de Linda Gibbons, una abuelita canadiense menuda como una lagartija que se ha pasado siete de sus últimos quince años en la cárcel condenada por plantarse delante de una clínica abortista sola, en silencio, con un humilde pancarta que decía: ¿Por qué, mamá?

Os hablará de lo maravillosa que es la vida del homosexual, pero no oiréis por ninguna parte que la tasa de positivos por Sida es cuarenta y cuatro veces mayor entre este grupo que entre los heterosexuales, que su índice de  suicidios en sensible mayor, que enferman más y mueren antes. La televisión nos ha convencido para que veamos con buenos ojos a las madres que alquilan sus vientres y venden sus hijos, de úteros y ovarios que se ponen al mercado para quien pueda comprarlo, de hijos que se piden por catálogo de donantes bellísimos. No os hablará de que la vida se ha convertido en un mercadillo de domingo donde lo último que cuenta es la existencia de los nacidos. Os dirá que las parejas del mismo sexo tienen derecho a ser papás o mamás, pero no de que a lo mejor esos hijos también tiene otros derechos, como el de tener un padre y una madre.  Los niños se han convertido en criaturas instrumentales que sirven para cubrir los huecos que la naturaleza dejó en blanco, para ser  juguetes caros de la ideología homosexual, para ser bebés medicamentos, para que madres traficantes de vida sirvan para alquilar sus úteros y vender sus almas.

Te desafío a que apagues la tele. ¡Apágala! ¿A que no puedes? La llevamos como una cadena al cuello que nos deja movernos hasta donde ella quiere que lo hagamos.  Apaga esa tele y ponte a hacer ganchillo o a reparar esa gotera que amenaza con desprender el techo, o pongámonos a alabar a Dios o rezar el rosario. Apaga esa tele y siéntate con tu hijo y decídete a escucharle, que a lo mejor se pasa el día haciendo el tonto porque echa de menos a un padre que le haga más caso. Apaga esa tele y escucha a tu mujer. Aparta de ella las sucias manos de la televisión que la convierte en invisible, hace que no mires a los ojos de tu esposa y le digas lo guapa que estás o lo rico que está el guiso. Apaga esa tele y desengancha las cuerdas que te hacen esclavos de ella. Apaga esa tele, esa bomba de relojería que va detonando lentamente con un tictac suave y adormecedor, que la hemos colocado en el centro de nuestra mesa, en el punto de encuentro de todas las miradas, en la que dirige todos los debates, la que se entromete en nuestras conversaciones, la que gobierna nuestro tiempo y manda callar a la abuela. Apaga esa tele, cortemos de cuajo ese cordón que nos convierte en mirones lujuriosos de vidas ajenas, en adoradores de celebridades insignificantes. Apaga esa tele y hagámosle ver que ya hemos descubierto sus trucos de estafadora vieja, que no queremos seguir comprándoles sus fetiches nauseabundos. ¡Apaga esa tele de una vez, si es que puedes!
           









3 comentarios:

  1. Hace años que no veo la televisión, excepto algún que otro programa cultural o informativo. Aún así, encuentro que todo está muy manipulado. Los mensajes subliminares invaden al espectador. Me parece vergonzoso todos los realityshows, donde la dignidad de la persona se tira tan fácilmente a la basura.La gente tiene cada vez más miedo a estar sola, a buscar el silencio, a encontrarse consigo misma, y eso... ¡es necesario!
    Off topic: Tus post son fantásticos. Un fuerte abrazo

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  2. Solo hay una cosa que me irrita. ¡La verificación de palabra! grrrrrrr.

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  3. Pues cuanta verdad!!!! en mi Casa no la vemos mucho....y suelo esconder el mando a veces.....el ordenador ni te cuento...yo sé la contraseña y nadie mas....asi que en el verano que la veo menos..espero un dia atreverme a quitarla del todo...empecé sin tele cuando me casé y oia cosas como: Puedes vivir sin ella?....y me di cuenta de lo encadenada que estaba la gente a esta cajita tonta......

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