Como lector de blogs, siempre me
ha descorazonado descubrir páginas personales colgadas por escritores bastante
dignos que cuentan con un público muy escaso y pasan bastante desapercibidas.
De la misma manera que me desconcierta tropezarme con bitácoras con miles de
visitantes que parecen escritas por adolescentes indocumentados.
Hay
en un portal católico muy conocido un colaborar que escribe mucho y muy a
prisa. A veces los títulos de los artículos son más largos que el post mismo, y
los textos son un galimatías infumable que nada añade y poco aporta. Eso es
como cocinar en una olla o recalentar en el microondas un plato exquisito; es
cocina industrial. La buena escritura debe ser reposada y lenta, como la gran
cocina. Que los ingredientes se vayan añadiendo poco a poco para que los jugos
broten despacio y los aromas y los sabores rompan en su plenitud.
Todos
tenemos algo que decir y todos esperamos que nos escuchen. Con el éxito de los
blogs son legiones los que se han decidido a publicar uno, dos o hasta media
docena de ellos. Ya sea de fútbol, de cocina o de ajedrez. Por quienes están a
favor de algo y quienes están en contra de todo; quienes utilizan la palabra
como bálsamo y quienes la manejan como arma para herir y matar.
Lo
bueno de las bitácoras es que nos ponemos en el centro del escenario con los
ojos cerrados sin necesidad de mirar a la cara a nuestro público. Es como
caminar en la niebla. Podemos convertir la bitácora en un púlpito desde donde
predicamos nuestra fe, la plaza en la que montamos el ventorrillo o la tribuna
desde donde debatimos de política o llamados a la revolución. Hay autores que
se ocultan tras las candilejas nada más acabar la actuación sin esperar a los
aplausos o los abucheos porque consideran que su trabajo termina cuando se
escribe el último punto. Hay quienes escriben sin parar y lo mismo da su
opinión sobre un asunto de astrofísica o sobre qué tiempo hará el próximo
otoño.
Me
ha pasado muchas veces ir a visitar blogs que tanto bien me hacían con el
enlace roto y el fatídico mensaje de “blog
cancelado”. O también pinchar sobre bitácoras que se actualizan muy de
tarde en tarde. Muchos acaban rindiéndose porque se ven como el que predica en
el desierto y terminan convenciéndose de que nada de lo que han escrito ha
suscitado una reflexión o iniciada una conversión. Otros mueren de éxito, y el
tener un alto número de seguidores y de visitas les empuja a escribir mucho y
muy rápido hasta que las ruedas de la ilusión revientan o el motor del coche
acaba gripándose. Eso es morir de éxito. En ambos casos, en el que tiene muchos
seguidores y el que recibe muy poco
tráfico, puede acabar apareciendo la depresión del bloguero.
Yo
estoy convencido de que el escritor católico –sea profesional o sólo un
aficionado- tiene la responsabilidad de anunciar el Evangelio. Si ha recibido
un talento, su obligación es ponerlo a trabajar para el Dueño de la viña, y que
dé fruto. No puede enterrar la moneda de oro que ha recibido bajo la sombra de
un árbol. Un artículo en que prediquemos la buena noticia no es un grito que se pierde en el vacío ni
un tiro que se esfuma en el aire hasta que se extingue su eco. Estará Internet
siempre, echando las redes para pescar cualquier corazón roto o cualquier alma
errante. Es como el trozo de espejo que centellea en el páramo y que nos lanza
señales de que, en medio de la nada, hay siempre algún padre esperando el
regreso de su hijo pródigo.
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