miércoles, 11 de julio de 2012

La Depresión de los Blogueros

Como lector de blogs, siempre me ha descorazonado descubrir páginas personales colgadas por escritores bastante dignos que cuentan con un público muy escaso y pasan bastante desapercibidas. De la misma manera que me desconcierta tropezarme con bitácoras con miles de visitantes que parecen escritas por adolescentes indocumentados.
                Hay en un portal católico muy conocido un colaborar que escribe mucho y muy a prisa. A veces los títulos de los artículos son más largos que el post mismo, y los textos son un galimatías infumable que nada añade y poco aporta. Eso es como cocinar en una olla o recalentar en el microondas un plato exquisito; es cocina industrial. La buena escritura debe ser reposada y lenta, como la gran cocina. Que los ingredientes se vayan añadiendo poco a poco para que los jugos broten despacio y los aromas y los sabores rompan en su plenitud.
                Todos tenemos algo que decir y todos esperamos que nos escuchen. Con el éxito de los blogs son legiones los que se han decidido a publicar uno, dos o hasta media docena de ellos. Ya sea de fútbol, de cocina o de ajedrez. Por quienes están a favor de algo y quienes están en contra de todo; quienes utilizan la palabra como bálsamo y quienes la manejan como arma para herir y matar.
                Lo bueno de las bitácoras es que nos ponemos en el centro del escenario con los ojos cerrados sin necesidad de mirar a la cara a nuestro público. Es como caminar en la niebla. Podemos convertir la bitácora en un púlpito desde donde predicamos nuestra fe, la plaza en la que montamos el ventorrillo o la tribuna desde donde debatimos de política o llamados a la revolución. Hay autores que se ocultan tras las candilejas nada más acabar la actuación sin esperar a los aplausos o los abucheos porque consideran que su trabajo termina cuando se escribe el último punto. Hay quienes escriben sin parar y lo mismo da su opinión sobre un asunto de astrofísica o sobre qué tiempo hará el próximo otoño.
                Me ha pasado muchas veces ir a visitar blogs que tanto bien me hacían con el enlace roto y el fatídico mensaje de “blog cancelado”. O también pinchar sobre bitácoras que se actualizan muy de tarde en tarde. Muchos acaban rindiéndose porque se ven como el que predica en el desierto y terminan convenciéndose de que nada de lo que han escrito ha suscitado una reflexión o iniciada una conversión. Otros mueren de éxito, y el tener un alto número de seguidores y de visitas les empuja a escribir mucho y muy rápido hasta que las ruedas de la ilusión revientan o el motor del coche acaba gripándose. Eso es morir de éxito. En ambos casos, en el que tiene muchos seguidores y el que recibe muy poco  tráfico, puede acabar apareciendo la depresión del bloguero.
                Yo estoy convencido de que el escritor católico –sea profesional o sólo un aficionado- tiene la responsabilidad de anunciar el Evangelio. Si ha recibido un talento, su obligación es ponerlo a trabajar para el Dueño de la viña, y que dé fruto. No puede enterrar la moneda de oro que ha recibido bajo la sombra de un árbol. Un artículo en que prediquemos la buena noticia  no es un grito que se pierde en el vacío ni un tiro que se esfuma en el aire hasta que se extingue su eco. Estará Internet siempre, echando las redes para pescar cualquier corazón roto o cualquier alma errante. Es como el trozo de espejo que centellea en el páramo y que nos lanza señales de que, en medio de la nada, hay siempre algún padre esperando el regreso de su hijo pródigo.


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