Mientras esperaba en el
cementerio para despedir a un amigo, apareció el coche de las pompas fúnebres
llevando otro féretro. En la comitiva, además del chófer y el fraile que rezaba
la plegaria de los difuntos, tres personas escoltaban a la fallecida.
Me
fijé en el trío de acompañantes y no logré captar ninguna mirada de tristeza,
ni un gesto dolorido. Parecía más bien un grupo de actores pagados que
representaban un drama de encargo, un luto postizo por cuya paga no habían desembolsado más que para un papel mediocre y sin dignidad. Todos ellos parecían extraviados y ausentes, unos
figurantes demasiado teatrales en la vestimenta, demasiado tibios en la
tragedia.
Pensé
en la mujer que, a unos metros de distancia y
unos pocos minutos después, iba a llegar al último destino de su vida.
Deseé que su sepultura estuviera a ras de suelo, y no en uno de esos tantos
nichos aéreos, porque entonces no habría hombros suficientes para acarrear el
ataúd.
Aquella
anciana un día fue la niña que jugaba con muñecas y correteaba por las calles
persiguiendo cometas y mariposas. Un día fue muchacha, y quizás soñaba con
príncipes y fortunas de leyenda. Quizás un día fue madre y enseñó a sus hijos a
rezar y a sumar, cantó nanas al niño insomne o le arrulló con melodías en las tardes de enfermedad. Quizás fue esposa
y siempre tenía la mesa puesta y unas flores en el jarrón, una sonrisa en la
bienvenida y un abrazo poderoso en el adiós. Quizás fue la abuela que regalaba
caramelos y contaba fábulas prodigiosas sobre magos y unicornios.
En
ese día en el cementerio yo no vi por ninguna parte a esposos, ni a hijos ni a
nietos, y sólo fui capaz de pronunciar una plegaria tan desganada como la de
sus acompañantes: “Señor, dale el
descanso eterno”.