martes, 10 de julio de 2012

La Difunta


Mientras esperaba en el cementerio para despedir a un amigo, apareció el coche de las pompas fúnebres llevando otro féretro. En la comitiva, además del chófer y el fraile que rezaba la plegaria de los difuntos, tres personas escoltaban a la fallecida.
                Me fijé en el trío de acompañantes y no logré captar ninguna mirada de tristeza, ni un gesto dolorido. Parecía más bien un grupo de actores pagados que representaban un drama de encargo, un luto postizo por cuya paga no habían desembolsado más que para un papel mediocre y sin dignidad. Todos  ellos parecían extraviados y ausentes, unos figurantes demasiado teatrales en la vestimenta, demasiado tibios en la tragedia.
                Pensé en la mujer que, a unos metros de distancia y  unos pocos minutos después, iba a llegar al último destino de su vida. Deseé que su sepultura estuviera a ras de suelo, y no en uno de esos tantos nichos aéreos, porque entonces no habría hombros suficientes para acarrear el ataúd.
                Aquella anciana un día fue la niña que jugaba con muñecas y correteaba por las calles persiguiendo cometas y mariposas. Un día fue muchacha, y quizás soñaba con príncipes y fortunas de leyenda. Quizás un día fue madre y enseñó a sus hijos a rezar y a sumar, cantó nanas al niño insomne o le arrulló con  melodías  en las tardes de enfermedad. Quizás fue esposa y siempre tenía la mesa puesta y unas flores en el jarrón, una sonrisa en la bienvenida y un abrazo poderoso en el adiós. Quizás fue la abuela que regalaba caramelos y contaba fábulas prodigiosas sobre magos y unicornios.
                En ese día en el cementerio yo no vi por ninguna parte a esposos, ni a hijos ni a nietos, y sólo fui capaz de pronunciar una plegaria tan desganada como la de sus acompañantes: “Señor, dale el descanso eterno”.