sábado, 7 de julio de 2012

Ni Guapos, ni Ricos ni Famosos

El mundo de hoy espera que seamos súper héroes. Nos empuja a alcanzar metas imposibles, a que seamos  guapos, ricos y famosos.
            Hace algunas generaciones, los niños soñaban con ser médicos, policías o misioneros: el éxito se buscaba en el esfuerzo y la vocación. De entre la gente corriente surgían de vez en cuando personajes de leyenda como el Padre Pío o la Madre Teresa.
            Ahora la gente se mata por hacer fortuna estafando a los incautos o dando pelotazos inmobiliarios o financieros. Los más listos no son casi nunca las mejores personas. Las industrias de la cosmética y la estética prometen la belleza eterna a base de potingues y cirugías que quitan arrugas y devuelven años. Antes, los famosos surgían de forma espontánea, lograban el reconocimiento casi sin querer. Ahora encerramos a un puñado de melenudos en un chalet durante cuatro meses y ya se han metido en nuestras vidas con sus gritos, sus escatologías y sus lágrimas de niñatos.
            Yo siento envidia por los que disfrutan con la satisfacción de lo sencillo, con los que convierten en oración las más humildes tareas de cada día: ceder el paso o abrir una puerta, prodigar una sonrisa o dar los buenos días. Santificarnos mientras pelamos patatas o fregamos los cacharros, redimirnos a través de los trabajos menos agradecidos, recibir sin pesadumbre los tropiezos de la vida, y sonreír siempre, aunque duela, por el hijo ausente, la esposa enferma o el vecino cascarrabias. Sonreír, nos veamos atrapados durante horas en un atasco o perdamos horas en la sala de espera de un hospital. Hallar motivos de felicidad en las simplezas cotidianas mientras compartimos el pan y la charla sentados en familia durante la cena. En medio estará Jesús presidiendo la mesa.



Toda la naturaleza es un anhelo de servicio.
Sirve la nube, sirve el viento, sirve el surco.
Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú;
donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú;
donde haya un esfuerzo que todos esquivan, acéptalo tú.
Sé el que apartó la piedra del camino,
el odio entre los corazones
y las dificultades del problema.
Hay la alegría de ser sano y la de ser justo;
pero hay, sobre todo, la hermosa, la tan inmensa alegría de servir.
¡Qué triste sería el mundo si todo en él estuviera hecho,
si no hubiera un rosal que plantar, una empresa que emprender!
Que no te llamen solamente los trabajos fáciles.
¡Es tan bello hacer lo que otros esquivan!
Pero no caigas en el error de que sólo se hace mérito
con los grandes trabajos;
hay pequeños servicios que son buenos servicios:
adornar una mesa, ordenar unos libros, peinar una niña.
Aquél es el que critica,
éste es el que destruye,
tú sé el que sirve.
El servir no es faena de seres inferiores.
Dios, que da el fruto y la luz, sirve.
Pudiera llamársele así: «El que sirve».
Y tiene sus ojos fijos en nuestras manos
y nos pregunta cada día:
«¿Serviste hoy?
¿A quién?
¿Al árbol, a tu amigo, a tu madre?»

Gabriela Mistral