Me gusta el padre Fortea porque
siempre rehúye de la polémica estéril y empequeñecedora. Entre los lectores de
su blog, hay alguno al que sólo le falta quemar el Amazonas con tal de que el buen
Pater le acepte una discusión sobre el Patas.
Quizás sea porque Fortea sospecha, como yo, que detrás de algunos debates está
Satanás moderándolo.
Según veo yo las cosas, hay
muchos blogueros y apologetas católicos que caen en la trampa de tratar de
razonar con ateos y protestantes. Entre ellos se cuentan algunos sacerdotes a
los que no los cuesta mucho sacar el cuchillo y mezclarse en trifulcas
pendencieras con los hijos incrédulos de Dawkins o los discípulos de Lutero. No les importa
incluso enfangarse los sagrados hábitos en la charca del enfrentamiento
visceral. Cuando uno católico, actuando como tal, se sube al cuadrilátero de la
controversia acaba fajándose contra sí mismo. Y cuando nuestra fe carece de
músculo para soportar los golpes sin tambalearnos, terminamos siendo noqueados
por algún contrincante marrullero. Por el contrario, cuando somos nosotros los
victoriosos, muchas veces es a la
caridad a la que lanzamos contra la lona.
El Padre Fortea siempre sale
airoso porque sabe mantenerse al margen de los debates inútiles, por muy
ruidoso que sea el polemista que los provoca, por grueso que sea el calibre de
los ataques que le bombardean. Él siempre se mantiene en el silencio que
sostuvo Jesús camino del Gólgota.
Estoy convencido de que no vamos
a ninguna parte tratando de convencer a un ateo sobre la existencia de Dios.
Salvo que sea un ateo honesto capaz de abrirse paso entre la maleza de sus
prejuicios y concedernos a los creyentes al menos la posibilidad de que en
algo, al menos, tenemos razón. La mayoría de esos incrédulos seguirían
proclamando que Dios no existen aunque viese resucitar a un muerto o viesen
llover billetes de quinientos euros.
El protestantismo es un inmenso
cajón de sastres y de desastres donde cabe cualquier doctrina y su contraria,
donde siempre surge algún iluminado capaz de enarbolar la herejía más sacrílega
y de hallar una muchedumbre de seguidores dispuestos a hacerle la ola.
Por eso cada día leo al Padre
Fortea, porque nadie tiene su elegancia para sortear el rifirrafe navajero sin
que se le arrugue el alzacuello, ni nadie sabe como él sacudirse los moscones
verdes de los polemistas pelmazos que sólo buscan que los buenos católicos
pierdan la paz de espíritu.