En otras épocas de la historia,
ser mensajero era una profesión de riesgo. Se presentaba ante al rey un jinete
exhausto después de atravesar media Europa
y, tras observar la cara de sofoco del monarca nada más leer el
pergamino lacrado que informaba de algún desastre bélico o sobre un motín de
sus vasallos, el emisario ya podía despedirse del caballo y darse de baja en el
cuerpo de carteros reales.
En
este tiempo convulso de crisis, lo que toca es dispararle al periodista. Yo
mismo me he agenciado una pistola de aire comprimido para cubrirme las espaldas
cuando me acerco a leer la prensa diaria. No hay rastro de las buenas noticias.
La prima de riesgo deja ver cada vez más
su feo hocico de suegra mal encarada. Cientos de españoles son empujados Pirineos
arriba buscando ganarse el pan. Suben las patatas y baja la bolsa, la tijera de
los recortes se ha amellado de tanto pasar su hoja afilada por el paño de
subsidios, pensiones y salarios, y hasta algunos hospitales van a tener que
cerrar por falta de fondos.
Me
entero por el padre Fortea de que los hombres de negro de la economía no son
ninguna leyenda urbana, pero que no son esos policías de la ortodoxia
financiera que escarban en los cajones de los contables públicos tratando de
pillar algún libro de contabilidad en B,
o el fajo de billetes traspuesto por algún comisionista profesional. Qué va.
Son, por el contrario, unos bandidos sin escrúpulos que han urdido un plan para
dejar en bancarrota a la economía europea y a la yanqui.
Por
eso no me sorprende saber que alguien se ha propuesto construir una nueva arca,
como la de Noé, y embarcarse a toda prisa antes de que una calamidad bíblica
arrase a todo lo que se mueve. A estas alturas del anuncio, ya hay colas para
sacar la tarjeta de embarque. Yo mismo, mientras escribo este post, me he
puesto a aguardar turno para agarrar un sitio en la nave.
Los
grandes profetas del fin del mundo describieron el acabóse como una colosal
catástrofe de sangre y fuego que descendía del cielo, tormentas de meteoritos
lloviendo sobre nuestras cabezas, cientos de millones de seres humanos
sucumbiendo al desastre final.
Quién
sabe si ese cataclismo definitivo no tiene que ver menos con la furia de la naturaleza que con la mano del hombre. De ese
ser que ha dejado de creer en Dios para adorarse a sí mismo y proclamarse juez
de la vida y de la muerte, que experimenta en los laboratorios con las probetas
de la clonación, la selección embrionaria, los bebés medicamente; de ese hombre
que se cree eterno y ama al dinero por encima de todas las cosas.
Pero
la riqueza es una concubina de lujo a la que es muy difícil seguirle la marcha
de su paso de manirrota. La misma España que en otros siglos se consagró a los
Corazones de Jesús y de María, ahora le ha alquilado a Satanás un bajo
espléndido donde ha abierto una taberna. Durante décadas, los adoradores del
becerro de oro que nos han gobernado nos hicieron pasar como los nuevos ricos
que se codeaban con los más listos de la clase. A cambio de unas sobras en la
mesa de los poderosos, hemos querido ser los más audaces con el aborto o las
uniones del mismo sexo. Por ello hay quien piense que esta crisis es la factura
que nos pasa la justicia divina, que seguiremos hundiéndonos en el arenal
movedizo del crack económico hasta que rompamos tantos contratos que hemos
firmado con el diablo, o, de lo contrario, continuaremos cocinándonos en el
caldo de nuestras renuncias morales.
El
hijo pródigo no volvió hasta que se gastó todos los cuartos de la herencia. Hay
quien piensa que si la fortuna recibida hubiese sido más cuantiosa o que si se
hubiese banqueteado menos espléndidamente, el regreso lo hubiese emprendido
mucho después.
España
es ese hijo pródigo que se cepilló la plata en malas compañías políticas, que
corrió de su cuenta la orgía de tantos juerguistas inconscientes, y ahora que
ya saborea el amargo sabor de las algarrobas reservadas a los puercos, necesita
emprender el camino de regreso a la casa del padre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario