lunes, 6 de agosto de 2012

El Viejo del Puente













Esteban lleva treinta años buscando a Dios, pero aún no lo sabe. A los trece años tuvo su primer encuentro sexual, a los catorce vomitó la primera borrachera y lió el primer porro; a los dieciocho, el carnet de conducir, el primer coche y la primera novia.

Desde entonces cada verano cambia de coche y de novia. Pasó del hachís a la heroína, se casó tres veces y se separó otras tantas. Buscando el vértigo de los que desprecian la muerte, practicó paracaidismo, pesca submarina y puenting; viajó por medio mundo, ejercitó el yoga, el reiki, la meditación trascendental y se unió a la Nueva Era. Consultó el porvenir con echadoras de cartas e invocadores de espíritus. En otra época a Esteban le dio por el coleccionismo. De lo que fuera: de relojes de oro, de cuadros carísimos y de cachivaches sin nombre que amontona en cualquier parte.

Cada puerta que abre se le antoja que será la definitiva, que habrá llegado a la meta. Detrás de ella, surgen siempre nuevos umbrales que traspasar, puentes que debe cruzar, desafíos que es necesario afrontar.
 

Un viernes por la noche, después de apurar el último güisqui y de que se apagaran las brasas del último porro, se vio conduciendo solo, hacia las afueras, donde los lugares no tienen nombre y las personas como él huyen de sí mismos. Paró en lo alto de un mirador. La tierra parecía cortada a cuchillo sobre un acantilado de rocas puntiagudas y asesinas. El mar estaba al final de un abismo infinito. Un cuerpo arrojado desde allí haría que cualquier cuerpo, por pesado que fuera, se desintegrara en lo que el diablo se restriega un ojo. Le sedujo la idea, Un salto y se acabaría la eterna búsqueda, los cuadros, la bebida, los espiritistas. La tentación era más poderosa que un chute de heroína. Cuando iba a levantar la pierna para arrojarse, se encontró a su lado con un viejo que le miraba. No decía nada, sólo le observaba. Y allí permaneció junto a él una, dos, tres horas. Se marchó Estaban y también el viejo. Volvió al otro día, y el anciano ya le esperaba. Intercambiaron unas pocas palabras, cosas sobre el tiempo, lo mal que está el mundo, lo que cuesta llegar a final de mes. Tres semanas más tarde, Esteban ya no iba allí para matarse, sino atraído por aquel anciano de sonrisa bondadosa y maneras de santo que tanta paz le transmitía. ¿Cuál era el secreto de su felicidad siendo tan viejo y tan pobre? ¿Y si la alegría austera del viejito se pudiese aprender  y no fuese necesario seguir buscando



1 comentario:

  1. Gracias, hoy me siento al lado de un viejecito asi leyendo esta entrada, me viene muy bien para la tristeza que me invade.
    Un abrazo.

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