Supongo que todo el
mundo conocerá el programa de televisión “El
gran hermano”. Un puñado de jóvenes es seleccionado para vivir encerrados,
durante unos meses, en una casa a las afueras convertida en plató de
televisión. Allí las cámaras les seguirán a todas partes, desde la cocina a la
alcoba, recogerán cada palabra, cada gesto, cada sonido, cada chasquido de la
lengua o movimiento de los párpados; se introducirán en la vida de los
concursantes para darles las vuelta como un calcetín, retratarán la convivencia
salvaje de unos seres profundamente inmaduros y profundamente desesperados por
lograr guarecerse, aunque sólo sea por un breve tiempo, bajo el paraguas de la
fama, y buscarán de ellos obtener lo peor de la condición humana: la avaricia,
la gula, la pereza, la ira, la lujuria, la soberbia y la envidia; junto a los nuevos pecados sociales o
variaciones sobre el mismo tema como la competitividad, la rivalidad, la fama a
cualquier precio, el culto al cuerpo, el amor a sí mismos, el lograr alcanzar
la cumbre del éxito aunque para ello tengan que pasar por encima de la cabeza
de los otros. Todo ello muy televisivo donde los responsables del programa
tratarán de venderlo como prototipo de la juventud actual, y lograrán que unos
pocos personajes, hasta entonces anónimos, sean elevados a los altares del
estrellato. Gracias a sus peleas, a los gritos, a sus fornicaciones bajo las
sábanas, las zancadillas y las declaraciones de amor y odio que se profesarán
unos a otros, esos personajes sin historia y sin autor se subirán al becerro de
oro de la fama y serán carnaza para que otros muchos tertulianos de la peor calaña hagan fortuna a su costa.
Si alguien quiere saber una forma segura de perder su alma, apúntese a “El gran hermano”.
Este
preámbulo viene a cuento de las palabras que, meses atrás, dijo la presentadora
de la versión española de ese show:
-Si Cristo bajara a la tierra,
participaría en el “Gran hermano”.
Desde siempre, la figura de Jesús ha
enamorado a creyentes y agnósticos, a cristianos y fieles de otros credos. El
Cristo majestuoso de las bienaventuranzas, el maestro sabio que enseñó con
parábolas, el carpintero humilde que sin armas y sin títulos humanos fue capaz
de movilizar detrás suya a una multitud inmensa que le ha seguido a través de
los siglos empujando el arado sin mirar atrás, resulta tan fascinante que
muchos de los que no creen o creyeron que realmente fuera el hijo de Dios, en
cambio sí reconocen en Él la única figura histórica por la que mereció la pena
cambiar el curso de la historia y partir en dos las edades en que se mide el
tiempo de la humanidad.
¿Cuántas veces no habremos oído
decir: “Cristo fue el primer comunista”; “si bajara de nuevo, sería budista, o
de los Hare Krishna, o guerrillero, o votaría a Obama”? Algunos,
miserablemente, le inscriben entre las filas de los abortistas –de los asesinos
de bebés-, o como promotor y defensor de los derechos de los homosexuales, de
la prostitución libre o de la eutanasia, porque –ya se sabe- es una práctica
muy piadosa.
La huella de Cristo está grabada en
la historia, en el arte, en la memoria de los pueblos, se celebran fiestas en
su honor, se detiene el curso del año para celebrar su nacimiento o su muerte y
resurrección; cientos de millones de creyentes recordamos cada día los
misterios de su vida y de su paso entre nosotros. Es imposible borrarlo del
corazón o del recuerdo. Muchos le han
tachado de mito y han querido destruir su imagen, pero hacer desaparecer su
figura colosal es como querer demoler el Everest con perdigones de papel.
La última artimaña de los modernistas
es tratar de desvestirlo de sus atributos sagrados y hacerlo pasar como uno de
tantos: el coleguita simpático, el animador de la fiesta, el que hace los
trucos de magia o cuenta los chistes más graciosos. Han querido retratarlo como
un motero cabalgando sobre una Harley Davidson, liando un porro u organizando
un concierto de rock. Todos los granujas del mundo quieren incluirlo en la
lista de sus invitados, y cruzan los dedos esperando verle pasearse por la
alfombra roja en el día en que celebran su fiesta, como forma de obtener el
avalista de mayor crédito del mundo para proseguir con sus vidas escandalosas
bajo la coartada del nombre de Cristo.
Era esto lo que buscaba la
presentadora del Gran hermano, como
es lo que pretenden cualquier ideólogo de nuevo cuño, los fundadores de
iglesias estrafalarias, los patriarcas de las doctrinas que mezclan a adivinos
y echadores de cartas con promotores de burdeles.
Cada vez que alguien adhiere el nombre de
Jesús a su causa con una frase tipo como la de la conductora de ese programa,
Cristo no convoca una rueda de prensa ni emite un comunicado para desmentir
gigantesca falacia. El público al que se dirige los grandes hermanos del mundo
es una masa de incondicionales sin pensamiento crítico, que aplaude la
ocurrencia de sus líderes y acaban convencidos de que el ideal que los hermana,
por muy corrupta que sea a los ojos de la moral, es la misma causa que
defendería Cristo.
A
lo largo de la historia han sido muchos y de muchas maneras los que han querido
destruir la Iglesia. A la vista de los resultados, los mismos que han fracasado
una y otra vez, han reformulado su propósito y ahora se conforman con separar a
Cristo de su Iglesia. En el imaginario de estos profetas de club nocturno y
plató televisivo, Cristo es el redentor y la Iglesia la censuradora; Jesús el
que abre las puertas, la Iglesia la que las cierra; Él es el camino, ella el
obstáculo. Del Evangelio sólo quieren que se muestre al Mesías curando enfermos
y resucitando a Lázaro o al hijo de la viuda de Naím. Sólo quieren al Jesús que
transformó el agua en vino, el que multiplicó los panes y los peces, el que
caminó sobre las aguas y mandó detener la tempestad. Al héroe que salvó de
morir a pedradas a la mujer adúltera, al que llenó hasta rebosar las redes de
Pedro y lavó con saliva al ciego de la piscina de Siloé.
Los
que reclaman un cristianismo sin Iglesia son lo que quieren un pan sin corteza,
sin el reborde duro que protege el corazón sano de las agresiones del mundo.
Quieren ser los dichosos de las bienaventuranzas, pero miran para otro lado
cuando el dedo de la culpa les acusa. Quieren ser el hijo pródigo cuando
emprende la marcha con la bolsa llena; quieren seguir siendo ese hijo pródigo
mientras derrochan una fortuna en juergas y sexo; quieren proseguir como
pródigos cuando regresan a casa, cuando son abrazados por el padre y presiden
la mesa donde se va a partir el ternero cebado. Pero renuncian a su papel de
hijo descarriado cuando todos le abandonan y debe comerse algarrobas de los cerdos.
Quieren
un cristianismo sin corteza sin tropezones, y dejarlo sólo en un plato suave,
en una sopa boba o en un aguachirle de sonrisa y abrazos y deja tu conciencia
en el guardarropa que aquí no la necesitas. Quieren estar presentes en el
Domingo de Ramos entre los que le vitoreaban y aclamaban al Maestro. Esa la
misma liturgia mediática que cientos de miles de personas repiten cuando salen
a la calle a vitorear a su equipo tras ganar la Champions League. Quieren ser
el Cristo resucitado, pero no el Jesús crucificado. Los del ojo por ojo y nada
de poner la otra mejilla. Quieren, como Jesús, codearse con ricos, pecadores y
recaudadores de impuestos, pero se olvidan que Él vino para salvar a los
pecadores y no a los justos y que, a todos, después de perdonarles, les mandó: “Vete
y no peques más”.
Quieren,
como la hemorroísa, ser sanados con sólo tocar el borde de su manto. Quieren
ser, de las esposas de la parábola, las que reciben el premio pero no las que
permanecen en vigilia. Quieren ser de los primeros en acudir al sepulcro y
retirar la piedra, pero no cargar con la Cruz en el calvario ni ser clavados
sobre el madero. Quieren compartir el banquete de la noche de Pascua, pero no
orar en el huerto. Quieren ser la moneda perdida que fue hallada, la lámpara
colgada en lo alto, la oveja extraviada que recupera el pastor, y montar una
tienda para siempre junto a Él porque qué bien se está allí. Quieren ser el
jornalero al que el patrón contrató a última hora y que cobró como si hubiese
empezado a primera hora de la mañana a sudar la gota gorda.
Pero
no quieren saber nada de entrar por la puerta estrecha. Y que nadie se le
ocurra nombrar aquello del rechinar de dientes o “si tu ojo y tu mano te hacen
pecar, córtatelos; más te vale entrar ciego y cojo en el reino de los cielos
que entero en el infierno”. No quieren recordar que Cristo no ha venido a traer
paz a la tierra sino espada. Que los cristianos debemos andar como ovejas entre
lobos, que seremos odiados a causa de Su nombre y que no debemos juzgar para no
ser juzgados.
¿Cuántos
han juzgado y condenado a la Iglesia por predicar, no sólo el Evangelio del
sepulcro vacío sino también el de la cruz alzada? ¿Cuánto la han juzgado y
condenado el mandato evangélico de que lo que Dios ha unido que no lo separe el
hombre?
Siempre
seguiremos escuchando a los pregoneros de la felicidad moderna subirse a los
púlpitos para reclamar que, en el nombre de Cristo, bendiga sus parques
temáticos donde cada charlatán monta un circo y funda una religión. Nosotros,
como cristianos, debemos siempre recordarles aquella frase que Él dejó dicho: “Al
que a vosotros (la Iglesia) escucha, a mí me escucha”.
Felicidades. Es de lo mejorcito que he leído hace tiempo. He vibrado con cada afirmación que has hecho. Has acertado de lleno, al poner todos los puntos sobre todas las íes. Me lo guardo. Un abrazo
ResponderEliminarque bien....interesante entrada...y para reflexionar un rato largo....asi es, estoy contigo de acuerdo...y la de oraciones que tenemos que encomendar al Señor por tantos jovenes engañados en las artimañas diabolicas de esta sociedad...no creas que no me culpo....aunque ni por asomo veo tales programas me dan pena...pero si protestaramos mas.....algo cambiaria....siendo Iglesia, buena Hija de la Iglesia creo que pongo mi granito de arena..pero cuanta pena me dan los jovenes engañados.....
ResponderEliminarLa figura de JESUS ha sido utilizada hasta para hacer no creer a la gente, es decir intentar convencer de que DIOS no existe. Es verdad, posiblemente entraría en Gran Hermano, como entro en el Templo y se encargó de los mercaderes. Recuerdo un libro sobre la 2ª venida de JESUS a Madrid, Cerro de los Angeles y se presento preicando AMOR y los ciudadanos de bien se encargaron de protegerle cometiendo tropelias, asesinatos e hiriendo a cuelquiera que quisera acercarse a EL , porque le habían de proteger.
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