Los
cristianos tenemos nuestros referentes morales en los diez mandamientos, eso de
no robar ni matar, respetar a nuestros padres y serles fieles a nuestros
cónyuges. Las leyes humanas han ido enjuagando tanto las tablas dadas a Moisés,
que los mandamientos inscritos en ellas aparecen difuminados por el mal de la
piedra que, a medida que el ser humano se cree sabio y autosuficiente, se
acerca más a sí mismo y se aleja más de Dios. Por eso el hombre de este siglo no
debe afrontar graves crisis de conciencia si quiere ser infiel o si decide
acabar con la vida del hijo que está en camino.
Hasta mitad del siglo XX, el aborto
estaba penado en la mayoría de las sociedades. Desde la llegada del
cristianismo, la destrucción voluntaria de un ser vivo en el vientre materno al
hombre de cualquier época le pareció un acto repugnante. Las convenciones modernas
establecen ahora que lo monstruoso es que una madre no pueda decidir acabar o
no con la vida del ser que está por nacer. Los principios morales dicen que los
hijos no pueden pegar a sus padres, o que no debemos apropiarnos de lo que no es nuestro. En estos días hay un
puñado de revolucionarios de medio pelo que han decidido, en el nombre del
pueblo, se puede robar en supermercados, ocupar fincas o asaltar bancos.
Antes, a nuestros abuelos y nuestros
padres les cuidábamos en casa hasta el fin de sus días: ahora las nuevas
convenciones sociales nos autorizan a que, al primer síntoma de achaque agudo,
le administremos una muerte rápida e indolora con un chute generoso de morfina.
Si el relativismo logra que deje de
tener vigencia hasta el último de los mandamientos, si consigue domesticar la conciencia
y amaestrar los remordimientos con trucos de compasión engañosa y dosis de
misericordia de lo que es políticamente correcto, el hombre incrédulo podría
proponer cualquier sistema de valores basado más en el estómago, el bolsillo y
la bragueta que en el espíritu y la conciencia. Podría establecer por decreto
que las parejas no puedan tener más de un hijo o que el matrimonio sea cosa de
tres. El primer caso ya ha sido establecido por ley en China desde hace
décadas; del segundo acabamos de tener noticias desde Brasil cuando un juez ha
dictado acto de patrimonio para un hombre y sus dos mujeres.
Todo se tambalea donde falta la fe,
diría Schiller. Porque el existencialista es un ser angustiado, para Dostoievski
el secreto de la existencia humana no está en vivir sino en saber para qué se
vive. Quizás por eso, este escritor ruso afirmó que a un ateo aún no lo había
visto, sino que sólo se había tropezado con personas con desasosiego y que el que
no cree está en el penúltimo escalón para ser un completo creyente. Su
compatriota Tolstoi pensaba que Dios no tiene ninguna prisa por hacer conocer
que existe, y Julian Green que el Creador no habla, pero que todo habla de Él.
Newton dijo haber visto pasar a Dios por delante de su telescopio, y Einstein
que el hombre se encuentra con Él detrás de cada puerta que la ciencia logra
abrir. Francis Bacon apuntó que un poco de filosofía conduce al ateísmo, pero
que la filosofía fecunda lleva al hombre a la religión.
¿Ha
triunfado el ateísmo?
El británico Dawkins, del que ya
hemos hablado, es un ateo furibundo que va soltando estacazos a todo aquel que
se atreva a confesar su fe. Lo mismo fleta autobuses donde cuelgan mensajes en
los que se afirma que, probablemente, Dios no existe, organiza campañas
anticatólicas o urde planes para encarcelar al Papa. Este sujeto es el que
postula que debe prohibirse a los padres que obliguen a sus hijos a recibir
formación religiosa, porque, según él, la fe infecta e incapacita a los niños.
Lo gracioso del caso es que este mismo personaje que lucha por prohibir la
enseñanza de la fe, organiza campamentos para niños ateos. Enseñar a creer en Dios
es algo corruptor; enseñar a no creer es, según él, saludable. Es la lógica
diabólica de los hijos de las tinieblas.
La mayoría de los que hoy se
declaran ateos, recibieron de pequeños instrucción religiosa, y nada en el
virus incapacitante de la fe que, según ellos, contamina a los más pequeños,
les impidió de adultos dejar de creer en Dios e incluso declararse sus enemigos
más fervientes.
“Probablemente, Dios no existe”, el
lema que lucieron unos autobuses hace años como propaganda atea, es una premisa
falsa. Una cosa o un ser existe o no existe, pero no es probable que exista
o que no. Pablo y Andrés existen; el
Hombre del Saco no. La existencia de una cosa ocurre o no, pero nunca es más o
menos probable. La fe del ateo se basa en que lo existe se explica por sí mismo,
pero eso jamás la ciencia –esa señora que a veces adopta el papel de profesora
competente y otras se comporta como una echadora de cartas o lectora de las
rayas de la mano- no lo ha dicho. El ateísmo como el del biólogo inglés invoca
una autoridad que jamás la ciencia le ha otorgado, pero pasan por alto el
carácter fragmentario del conocimiento científico. La hipótesis que hoy es
válida, mañana vendrá otro más listo que la impugnará. Esa ciencia que tanto
idolatra el ateísmo, manipulada por manos perversas, ha sido y me temo que será
causa de muchos males. Cientos de miles de personas asesinadas por las bombas
de Hiroshima y Nagasaki, las drogas que logran sintetizarse en laboratorios a
base de procedimientos químicos, la radiación nuclear que destruyó tanta vida
en Chernovil, artefactos bélicos que arrasan ciudades, son unos pocos ejemplos
de cómo esa ciencia a la que quieren subir al pedestal donde se adora a Dios,
tiene antes muchas cosas que explicar antes de confiarle las claves de la
felicidad humana.
Oyendo a Dawkins no dejo de
acordarme de Henrich Böll que dijo que le aburrían los ateos porque se pasaban
todo el día hablando de Dios. Y Dawkins no sólo habla todo el rato de Él, sino
que ha ganado una pasta gansa a su costa. Cada palabra de altisonante ateísmo que
pronuncia hace sonar para su bolsillo la campana de la caja registradora. Para
afirmar esa majadería filosófica de que Dios es un espejismo, le habrían
bastado cuatro palabras grabadas en una pegatina de treinta céntimos. Él
necesitó de un libro de cuatrocientas cincuenta páginas y veinte euros el
ejemplar para decir lo mismo. Claro que las pegatinas habrían dejado poco
negocio.
La Cruz y el Microscopio (7)
Leyendo tú entrada que me parece fantástica me he acordado de la conversación que tuve hace unos días con una amiga. Yo no me considero mejor que nadie, pero en casa hemos tenido a los abuelos hasta el fin de estar aqui y mi niñez y preadolencencia fue limitada al ritmo que ellos y sus cuidados marcaban y no cambio esa experiencia por nada. por muy mal que lo pasara en muchos momentos. El otro día esta amiga me viene contando que se ha quedado parada por que a la abuelita que cuidaba se la llevan a casa una hija que está en paro y su esposo también parado. Y yo comente, que viva la crisis porque después de todo aunque sea por el egoismo de tener la pensión de los abuelos para subsistir. Hoy muchos hijos se llevan de nuevo a los abuelos a casa y por los menos los nietos van a tener la oportunidad aunque sea de este modo tan injusto de disfrutar de los abuelos. Porque hay que ver el 4º mandamiento que poco lo practicamos.
ResponderEliminarUn abrazo.