Cada
día me cruzo con un hombre de mediana edad que anda siempre con la mirada
extraviada y sin luz, la cabeza gacha, los hombros caídos y arrastrando los
pies como si tuviera que cargar sobre sus espaldas el peso colosal de una
montaña gigantesca.
Ese hombre está diciendo a gritos
que la vida le ha engañado, que todo es una estafa, que nunca se cumplieron sus
sueños y que ya nada queda por lo que luchar. Su vida, muy probablemente, sea
la biografía de una existencia atormentada por un montón de pérdidas y
renuncias.
A diferencia de los animales, la
conducta humana no está siempre orientada a la supervivencia o la presión de lo
orgánico. El hombre puede preferir lo que desagrada antes que lo apetecible si
lo considera objetivamente bueno.
Por eso el devenir de la humanidad
está escrito con historias de renuncia contada por gente que hace dejación de
algo por el bien de alguien. Renuncian las madres al éxito profesional por
cuidar a los hijos recién nacidos; renuncian los abuelos a la vejez tranquila
por acoger a los nietos; renuncian los cooperantes a la vida segura y las
comodidades del hogar por acudir a la llamada de las misiones; renuncia el
sacerdote y la religiosa a la familia por amor a Cristo; renuncian los
servidores públicos al calor de la familia en Navidad por cubrir su guardia de
enfermera o de bombero. Por encima de sus intereses, asoma el horizonte del
bien común y a él responde el ser humano más allá de lo que le gustaría hacer.
Todos tenemos pérdidas que lamentar.
Nacemos y ya perdemos el refugio seguro del vientre materno. Somos lanzados a
la vida sin haber aprendido a respirar, nuestra primera respuesta ante el mundo
es un llanto desgarrado. Perdemos la inocencia de la infancia antes los
primeros sobresaltos que nos producen los males de la enfermedad o la ausencia
de los seres queridos. Perdemos la confianza en los amigos cuando nos hacen daño o nos traicionan.
Perdemos el amparo de la familia cuando nos marchamos lejos, perdemos la
libertad individual cuando nuestro destino se une a otro ser; perdemos la fe en
el mundo cuando nos agreden. Perdemos el trabajo, el tiempo, perdemos, a veces,
el sentido del bien y el mal, el honor o el amor propio. Perdemos nuestra
autosuficiencia física cuando enfermamos y se colapsan las facultades
motrices o la lucidez intelectual cuando
la vejez nos va despojando de la vida: ahora nos duelen los huesos, los
músculos se atrofian, los pies no responden, las manos se agarrotan. Nos vamos
muriendo por entregas.
Pero, en medio de tantas pérdidas y
de tantas renuncias, puede haber una epifanía, un momento de gloria si logramos
aligerar el paso y marchar junto a Aquel que va delante guiándonos el camino. Es
el mismo Jesús que está dispuesto a recoger los restos de nuestro naufragio
personal y ponerlos junto al altar del Padre.
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