“Es
mejor cojear por el camino que avanzar a grandes pasos fuera de él. Pues quien
cojea en el camino, aunque avance poco, se acerca a la meta, mientras que el va
fuera de él, cuanto más corre, más se aleja”.
Esta cita de San Agustín ilumina lo
que es el peregrinar del creyente en un mundo hostil que reniega de Dios, que
le ha echado de la escuela, que ha declarado tabú pronunciar su nombre en
público y que ha recluido su recuerdo a los claustros de los conventos, al
ámbito de iglesias y capillas y a la intimidad de la familia.
La ciencia atea ha intentado muchas
veces presentar el cristianismo como un mito levantado sobre la figura de un
hombre que nunca vivió. Hasta comienzos del siglo XX, incluso, se podían
encontrar en las librerías obras con títulos como “Jesucristo nunca ha
existido”. Pero son tantas y tan contundentes las pruebas históricas y
arqueológicas del paso de Jesús entre nosotros, que hoy sólo un puñado de
fanáticos irrecuperables se atrevería a sostener sus tesis en un foro público.
Así es que, ya que no pueden
derribar el pilar sobre el que se sostiene el edificio de la fe cristiana, tratan de socavarlo por sus
flancos más débiles. Jacinto Benavente escribió que lo peor que hacen los malos
es hacer dudar de los buenos. El mal también tiene su lógica, sabe argumentar y
mostrar su mercancía adulterada sobre vitrinas y escaparates llenos de adornos
y oropeles fabulosos, luces encandiladoras que
hacen que la atención no se fije sobre el estiércol nauseabundo que
quieren vendernos, sino sobre el ruido
hipnotizador con que tratan de desarmar nuestra voluntad de hombres de fe y
colocarnos sus doctrinas perversas como si fueran verdades indiscutibles.
Lo que nos vienen a decir es algo
como esto: “Estamos de acuerdo con que Cristo estuvo por la tierra hace unos
dos mil años. Pero el Jesús que predica la Iglesia no es el hombre que existió
de verdad”. Por eso cada pocos años surgen polémicas salidas de las factorías
del ateísmo militante como lo de la esposa de Jesús, anteriormente fue sobre una
supuesta tumba de nuestro Señor, y un poco más atrás fue lo del evangelio de
Judas. El demonio no coge vacaciones nunca y siempre está enredando y lo mismo
utiliza al Canal de Historial, al National Geografic o a una profesora de
Harvard para que, en un estilo docto y muy solemne, nos suelten una completa
idiotez.
Lo del trozo de pergamino con lo de
la esposa de Jesús podía haber salido de un chiste del club de la comedia. El
papelito de marras se calcula que fue escrito en el siglo cuarto, es decir, unos
trescientos cincuenta años después de la muerte y resurrección de Cristo. Es
como si dentro de tres siglos alguien escribiera de su puño y letra que Barack
Obama en realidad no era negro, sino rubio albino, y enterrara ese documento en el jardín de casa para que dentro de unos
siglos un arqueólogo del futuro lo desenterrase, y construyese la hipótesis
histórica de que el presidente Obama jamás fue un afroamericano sino un tipo de
pelo blanco y piel albina que siempre llevaba gafas de sol.
Cualquier charlatán de medio pelo
escribe hoy una novela delirante sobre los secretos que oculta la Iglesia que,
de saberse, cambiarían el curso de la historia. Por eso abundan tantas
historias y películas donde siempre hay catedrales con pasadizos secretos que
conducen, a través del espacio y del tiempo, a lugares prohibidos donde sectas milenarias
cuyas cabezas pensantes están dirigidas por
religiosos siniestros que custodian secretos por el que son capaces de matar con tal de no
ser revelados.
La sociedad actual ha logrado que
traguemos con fenómenos objetivamente perversos como el divorcio, el aborto, la
eutanasia, la experimentación embrionaria o las uniones entre personas del
mismo sexo. Ha conseguido que la opinión pública simpatice con estas realidades
y además que declare como enemigos del progreso a todos los que se oponen a
ellas. La primera de la lista es la Iglesia.
Mientras ella sigua siendo la voz
que clama en el desierto, mientras siga proclamando que las verdades del
Evangelio continúen teniendo tanta vigencia como hace dos mil años, mientras persista
en condenar la cultura de la muerte que aborta cada año a millones de
inocentes, mientras siga señalando que la eutanasia es la suplantación de la
voluntad de Dios, mientras insista que el divorcio y el sexo utilitario y sin
compromiso son soluciones equivocadas, la Iglesia seguirá estando en el punto
de mira de cuantos están interesados en silenciar su voz y amordazar su
voluntad. La fiesta atea debe continuar y hay que echar del baile al que sigue
empeñando en gritar que el rey sigue desnudo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario