Chesterton
rogaba a los críticos que tratasen de hacer tanta justicia a los santos
cristianos como a los sabios paganos.
Uno de los pilares más sólidos sobre
los que se asienta la verdad del cristianismo es palabra de los testigos.
Testigo de la divinidad de Cristo fueron los profetas: David cantó en sus
salmos al Mesías prometido, aventuró su muerte y su resurrección; Isaías
predijo su nacimiento milagroso de una Virgen, su vida y sus milagros; Jeremías
profetizó los sufrimientos del Salvador y la fundación de la Iglesia. Le
anunciaron también Daniel, Ageo, Miqueas, Zacarías y Malaquías.
Testigos fueron los apóstoles que
caminaron junto a Jesús durante tres años: aspiraron el mismo polvo que
levantaba con sus sandalias, bebieron del mismo vino, se sentaron a la misma
mesa. Le vieron llorar sangre, limpiar las úlceras de los leprosos y restaurar
la luz a los ojos muertos. Ellos dieron fe del alzamiento de Cristo en el
madero, su bajada después al sepulcro; le vieron resplandecer en la
transfiguración y elevarse a los cielos. Los apóstoles juraron que lo que
vieron no era engaño ni mentira al acompañar a su testimonio la sangre que
derramaron mientras fueron martirizados.
Testigos son los santos que con el
ejemplo de su vida intachable atestigua que es la gracia la que les sostiene y
no las fuerzas del mundo. Testigos son los místicos: San Juan de la Cruz y
Santa Teresa, el Padre Pío y Gema Galgiani, Teresa Neuman y Marta Robin, que se
dejaron marcar en su cuerpo los estigmas de la pasión, que soportaron durante
décadas el horror de sentir sus huesos quebrarse y su carne taladrada mientras
sus cuerpos recreaban cada viernes los sufrimientos de la Pasión.
Testigos son cuantos han dejado las
seguridades del mundo, las comodidades del hogar y el calor de la familia, y
echan mano al arado siguiendo a Cristo, abandonan sus casas y se van allá
donde, en cualquier aldea muerta, les espera un niño con hambre, una familia
sin techo o un corazón sediento de Cristo, y allá se quedan levando a Cristo,
curando a Cristo, amando a Cristo en las manos heridas y la vida desesperanzada
de los más débiles de entre débiles. Testigos son los mártires y de ellos
quería escribir.
Decimos mártires y no decimos nada
si nada sabemos de su heroísmo extremo y de su generosidad de sangre y de
sufrimiento. Desde la persecución de Nerón tras el incendio de Roma en el año
64 hasta la llegada de Constantino, el primer emperador cristiano en el 312,
hubo diez persecuciones generales y numerosas locales. Se estima que en esos
dos siglos y medio fueron asesinados unos doce millones de creyentes. La última
gran salvajada fue la de Dioclesiano. Tan devastadora fue que este mismo
gobernante mandó acuñar una medalla en la que se proclamaba que el nombre
cristiano había sido borrado. “Nomine
christianorum deleio”.
Los mártires son los testigos más creíbles del valor de
una religión. Hay algunos creyentes de otras doctrinas que se abrochan un
cinturón cargado de explosivos y los hacen detonar en un autobús a hora punta o
en medio de un centro comercial donde la onda expansiva provoca una lluvia de
metralla y los cristales y cualquier objeto puntiagudo vuelan a una velocidad
endiablada amputando miembros y destrozando cuerpos. Esas bombas humanas que
mueren matando son consideradas mártires por los seguidores de esa religión.
El mártir cristiano de los primeros
siglos era alargado en el potro, azotado con flagelo de cueros provistos de
puntas de plomo, desollado vivos, desgarrado con tenazas, crucificado, devorado
por tigres y leones, sumergido en aceite hirviendo, asado a fuego lento. De
ello fueron testigos no sólo autores cristianos, sino también fuentes paganas y
anticristianas como Tácito, Libanio y Plinio el Joven. Lejos de morir matando
lo hacían entonando cantos y perdonando a quienes les torturaban.
Un testigo es fiable y, por tanto,
dice la verdad, cuando su testimonio, lejos de procurarle algún beneficio, le
ocasiona la pérdida del bien más
valioso. Pues ya desde los primeros siglos tenemos a millones de testigos de
primera categoría que, pudiendo mentir para salvarse, prefirieron proclamar a
Cristo y morir. Fue una multitud pacífica que se enfrentaba a tormentos
espantosos y se acercaban al lugar del patíbulo con los ojos fijos en el cielo
rogando por sus asesinos. Sólo estando convencidos de que era la mano de Dios
la que les guiaba hasta la muerte podían soportar tanta crueldad. No sólo sus
cuerpos eran entregados a la destrucción final, sino que, tras ser enterrados,
la sociedad pagana cubría su nombre y su memoria con la losa de la infamia.
Muchos creyentes sacrificados acabarían en tumba desconocidas e ignorados por
los hombres. Si los mártires pertenecían a las clases dominantes, se decreta
sobre ellos la “Damnatio memorae”. O
lo que es lo mismo, la condena de la memoria. Reseteaban hasta suprimir el
recuerdo de un enemigo del Estado tras su muerte. Se eliminaba cuanto evocase
la vida del traidor: imágenes,
monumentos, inscripciones y, en muchos casos, se prohibía utilizar su nombre
bajo pena de muerte. Eso es lo que esperaba al mártir cristiano: acabar siendo
un santo sin nombre ni historia del que sólo Dios sabía, e incluso ser
perseguido hasta la muerte de tal manera que su paso por la tierra fuese
borrado como si nunca hubiera existido.
¿Podría existir alguien más loco que
se dejase torturar espantosamente hasta morir, y después de muerto su vida
quedase proscrita ente los vivos? Sí, existían, y esa es la prueba más
concluyente de que Jesús anduvo, hace dos mil años, por los caminos de Judea
haciendo milagros y obrando el bien. El que cree que número tan inmenso de mártires se dejaron despedazar por seguir
a un mito, ésa es la persona más equivocada del mundo.
“Si
Jesús –dice san Pablo- no ha
resucitado, vana es nuestra fe, como vana es nuestra predicación. Si los
muertos no resucitan, nosotros somos los más desgraciados de los hombres, y si
es así, comamos y bebamos que mañana moriremos”.
La
Cruz y el Microscopio (9)
Guauu!!! me quede sin palabras,se me puso la piel de gallina...Dios mio cuanto AMOR,que belleza.
ResponderEliminarBendiciones.