Benedicto XVI ya nos advierte que cuando el
hombre se aparta de Dios, no es Dios quien le persigue, sino sus ídolos. Dios
es la evidencia invisible, según Víctor Hugo, y Graham Green no podía creer en
un Ser Supremo al que comprendiera.
Hace
unos pocos años, un grupo de intelectuales y científicos ateos se reunieron en
California para poner en común sus ideas para combatir la fe. Proponían
suprimir la enseñanza religiosa en las escuelas y acabar con el respeto al
hecho religioso. Los nuevos ideólogos del agnosticismo dejaban la retaguardia y
se colocaban en primera línea de combate; renunciaban al sarcasmo y la
indiferencia y buscaban el cuerpo a cuerpo, al sometimiento por aniquilación
del adversario.
Para
esta nueva estirpe de pensadores, todo es suficiente con el mundo material.
Además, se postulaban para enseñarnos a ser felices en el nuevo paraíso ateo.
Según ellos, los valores éticos y morales tienen una base bioquímica y
procedencia animal. Se proponen, en fin, acabar con la religión primero, y
predicar luego las maravillas del universo. Entonces, y sólo entonces, seremos
buenos.
A
la vista de este buenismo infantil de los increyentes, se entienda más a Chesterton
cuando afirma que al dejar de creer en Dios, se cree en cualquier cosa. O a
Dostoievski que proclama que si Dios no existe, todo está permitido. Las nuevas
catacumbas del creyente ya no están bajo tierra. Las sociedades que hoy se
proclaman campeonas de la tolerancia no podrían dejar que les crezca un manzano
podrido en el huerto de la Arcadia feliz. El martirio del cristiano –al menos
en las sociedades cristianas y democráticas- no es de sangre sino de silencio y
de desprecio.
Los
predicadores del nuevo ateísmo se valen de las tribunas de periódicos y
televisiones, de colegios y universidades, de radios y bitácoras, para declarar
a la religión culpable de todos los males de la tierra: la pobreza, el
terrorismo, el narcotráfico, el fracaso conyugal o de que la capa de ozono
pueda reventar en millones de pedazos.
Nadie
piensa en la muerte; se vive de espaldas a Dios. El furor laicista lanza
campañas para retirar los crucifijos de las escuelas, prohibir los árboles y
los belenes de Navidad o retirar las ayudas económicas a la Iglesia. En algunos
países como Inglaterra los empleados son despedidos por llevar una cruz o por
hablarles de Dios a los pacientes de los hospitales. En los últimos Juegos
Olímpicos se prohibió la circulación de material religioso entre los atletas;
el nombre del creador es tabú en el lenguaje oficial. En toda Europa se ha
levantado un toque de queda religioso: la fe sólo debe ser practicada en
santuarios y familias; hacer alarde de
vivir la fe no está bien visto. Por todas partes observamos un arrinconamiento
lento e implacable que arranca cruces de los cuellos, descuelga crucifijos,
silencia campanarios o regañan a quienes se santiguan o bendicen la mesa en
público.
El
culto al cuerpo, las estrellas de la música o los ídolos deportivos, son las
nuevas formas de religiosidad. El hombre de hoy no se inclina para rezar, pero
se arrodilla para adorar a los nuevos becerros de oro: los cacharros
tecnológicos. Son los sustitutos amables de la fe. Esta sociedad que se inclina
para venerar a las nuevas tecnologías, le está diciendo a Dios que quite sus
manos de encima, porque Él se ha convertido en ese viejo achacoso que siempre
está contando las mismas batallas que sucedieron hace mucho tiempo. Es el
abuelo plasta que las familias se llevan a casa cuando nadie les quiere, que
poco a poco le van quitando espacio hasta que acaba aparcado en el desván como un trato inservible más que
alguna vez formó parte de nuestra vida.
La Cruz y el Microscopio (5)
Ayyy Hermano Saulo,se me puso la piel de gallina con su lindo post,las imagenes...bellas,impactan
ResponderEliminartes, y los ultimos 8 renglones de su escrito,me tocaron profundamente...una dura realidad.Mil gracias.
Bendiciones,un abrazo.