Recientemente
leí la historia de una escritora camboyana que se convirtió al catolicismo
siguiendo un proceso curioso. Durante la dictadura de los jemeres rojos, fue
deportada a campos de trabajo y, mientras estuvo retenida en esa granja de
terror, su marido y sus padres fueron fusilados.
El odio la fue consumiendo mientras,
siguiendo la doctrina budista, buscó un objetivo mental sobre el que proyectar
toda su ira y todo su resentimiento. Esa diana de odio la dibujó sobre el “Dios
de los cristianos”. Durante mucho tiempo dirigió su cólera y su rabia por la
deportación y la muerte de sus seres queridos hacia la imagen de Cristo. Pero,
a fuerza de vivir odiando a ese Dios cristiano, fue al mismo tiempo
familiarizándose con él, entablando un diálogo, haciéndolo más cercano, hasta
que se fue enamorando poco a poco a Él. Ya exiliada en Francia, Claire Ly acabó
bautizándose.
Hay mucha gente que odia a Dios. En
1918, las autoridades soviéticas le hicieron un juicio a Dios, y, tras cinco
horas, fue condenado a muerte y fusilado por un pelotón que descargó sus armas apuntando al cielo. Es una de tantas formas de encono visceral carente de lógica porque,
casi siempre, procede de personas que se llaman a sí misma ateas. Internet está
lleno de ateos rabiosos que hacen de su negación de Dios una nueva forma de
idolatría: colocan al Señor en el centro del cuadrilátero y sobre su memoria se
fajan como boxeadores marrulleros que le golpean una y otra vez, incapaces de
parar, incapaces tampoco de noquearle.
Pero Dios no se esconde, ni siquiera
para estos personajes. Él se deja partir la cara de buena gana si, después de
tanta rabia y tanta persecución inútil, logra que algunos o muchos de ellos
tienen la honestidad de declararse perdedores en su batalla contra la fe, y se
atrevan a proclaman, como Juliano, el apóstata: “Me venciste, Galileo”.
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