viernes, 10 de diciembre de 2010

Nostalgia de Dios

El título de esta entrada está tomado del libro autobiográfico del poeta holandés Pieter van der Meer de Walcheren. Es una obra biográfico donde el artista nos describe su conversión desde un ateísmo intelectual donde la existencia de Dios era inconcebible.

Mientras era ateo, sus pensamientos eran éstos:

La tierra, dentro de miles o millones de años, será inhabitable y por fin perecerá. Entonces, será como si este planeta no hubiese existido jamás, todo será arrinconado en el vacío del olvido. Nadie llevará ya en sí la memoria de lo que aquellos extraños seres, que un día vivieron en la tierra y se llamaban hombres, realizaron y sufrieron... Todo habrá sido perfectamente inútil y esta comedia, que habrá durado miles de años y de la que nadie habrá sido espectador, podía igualmente no haber tenido lugar. ¿No es esto de una vertiginosa ridiculez? ¿No es para aullar de angustia y refugiarse en la muerte?

Por espacio de un momento, breve como el zig-zag de un relámpago, estamos en la tierra, vivos, con los ojos abiertos, atormentados por todos los deseos y por todos los ensueños, queriendo alcanzar y abarcar lo imposible, interrogamos al pasado, leemos lo que los hombres han pensado antes de nosotros, nada sacamos en claro; interrogamos a la tierra, al cielo, a las estrellas, a los abismos de los espacios y a los de nuestra propia alma, lloramos de nostalgia por la belleza, gesticulamos apasionadamente y, de repente, caemos muertos y ya no hay nada más, nada, nada, nada, nuestros ojos están cerrados para siempre, los ojos con que ahora miramos las estrellas, esas estrellas que no nos recordarán.

Lentamente, un cambio comienza a operarse en el corazón materialista de Van der Meer:

¿Qué significa la vida, a cuyo término está la muerte, ese inmenso agujero negro donde vamos cayendo uno tras otro como piedras? Decididamente es una perfecta estupidez tomarse la vida en serio si no existe el alma. Pero ¿acaso las religiones no son más que un hermoso sueño, bellas mentiras consoladoras a las que el hombre se aferra ante la perspectiva de desaparecer tragado por la noche espantosa de la muerte? ¿Contienen una realidad o no son más que quimeras? Sigo perplejo ante los enigmas. ¿Dónde puedo encontrar la verdad.

Pero es un hombre que busca honestamente la verdad. Uno de tantos incrédulos que buscan a Dios sin saberlo, pero mientras encuentran a la puerta definitiva, por el camino ha tocado en señas equivocadas y ha hecho altos con las personas erróneas que le han desviado del camino. Después de un viaje a la Trapa de West-Malle, escribiría:

Todo era tan nuevo para mí, tan absolutamente desconocido. Nunca se me había ocurrido pensar que en nuestro tiempo existiese todavía semejante fenómeno: hombres que consagraban su vida a la oración... Si Dios no existe, ¿no es absurdo todo esto? En tal caso, sería algo propio de idiotas, de dementes, algo incluso criminal lo que hacen estos hombres, es decir, aislarse, renunciar a los placeres de la vida y adorar y glorificar algo que no existe. No obstante, en este lugar siento yo orden, paz y la atención está fija en el mundo interior, en el alma, en lo eterno [1].

He tratado de explicar a mi esposa Cristina lo que viví durante aquellas horas maravillosas (en la Trapa) y lo ha comprendido todo. Se me había revelado algo muy hermoso y muy santo. El tiempo se desvanece. La vida se halla en él iluminada por la eternidad divina. No me es posible creer que bajo la cabal belleza de estas palabras, de esta música, de estas oraciones no haya una realidad inquebrantable.

Esta mañana (4 de diciembre de 1909) he estado en misa en la capilla del convento de las benedictinas... Por primera vez, he experimentado la sensación de que ocurría algo inefable, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración. No sé decir cómo o de dónde me vino ese pensamiento, pero supe que algo había cambiado y que allí había ocurrido algo de una tremenda grandeza.

Luego continúa asistiendo a misa que se celebraba en un convento de benedictinas.

Estuve toda una noche en la capilla de las benedictinas, seguí en ella los maitines, asistí a la misa de gallo y a la misa del alba. Aún pervive en mí la emoción que me produjo el excelso esplendor de esas ceremonias. El aspecto externo de las mismas es ya hermoso, los cánticos, las palabras, la solemnidad de la misa; pero lo que, de un modo especial, me ha conmovido ha sido el mundo interior, ya que cada ademán, cada palabra, cada acto entraña un significado, es como la llama visible de un fuego invisible, una guía que conduce a los acontecimientos divinos.

Bloy, que será un inseparable compañero de viaje espiritual, le presentaría a un sacerdote, quien, después de entregarle un catecismo, le anima a rezar:

“Usted debe orar, rezar el Padrenuestro y el Avemaría. Con estas oraciones debe usted llamar a la puerta de la Iglesia y Jesús se las abrirá. Si es usted de buena voluntad, Dios le ayudará, se lo aseguro. Y debe usted arrodillarse y hacer el signo de la cruz. Rezaré por usted”.

Ya todas las resistencias han sido vencidas, y retirada la antigua catarata espiritual, se ve sorprendido por la majestuosidad de lo católico:

A cada momento descubro en el catolicismo nuevas maravillas. El catolicismo es como una catedral espiritual, infinitamente hermosa, y mi alma puede ahora penetrar en el interior de la misma... Cada mañana y cada noche nos arrodillamos los tres (con mi esposa e hijo) ante el pequeño crucifijo y oramos. Recitamos las plegarias en voz alta y yo me esfuerzo en rodear cada palabra de la más viva atención... Hago la señal de la cruz y la paz mora en mi corazón. No lo comprendo y no sé explicarlo. Me siento pequeño y, al mismo tiempo, inmensamente grande. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¿Por qué sobre mí? ¿Por qué sobre nosotros esta gracia abrumadora? Buscaba la solución a mis enigmas y es tan sencillo: ¡Postrarse de hinojos y entregar el corazón a Dios!

Finalmente:

Ayer (24 de febrero de 1911) nuestro hijo y yo recibimos el bautismo. Cristina y yo nos unimos en matrimonio. Jesús nos ha purificado y hemos renacido. Al conjuro de las palabras del sacerdote, se desprendió de mí la vieja vida con sucios andrajos y se me cubrió con vestido deslumbrantemente nuevo. El sacerdote ahuyentó de mi las turbulentas tinieblas del pasado, mi cuerpo quedó puro... Nunca, nunca olvidaré aquellas horas. El acontecimiento de ayer es el centro de mi vida, por siempre. Ahora soy cristiano. No se trata de un bello juego de imaginación, no se trata de autoengaño con palabras bien sonantes, no se trata de una hermosa apariencia ni de una consoladora mentira, no, se trata de una realidad eterna. Soy cristiano por toda la eternidad [2].

He comulgado, Jesús ha visitado mi alma. Antes de la misa, he ido a confesarme y he pedido a María que me ayudara a recibir al Rey en mi pobre morada... Después de comulgar, regresé a mi lugar. Estaba solo, el Rey estaba solo en mí. Muy pronto, empero, fue descendiendo sobre mi alma, poco a poco, con gravidez y a la par de un modo extremadamente suave, una paz resplandeciente, me sentía lleno de Él, como de una nube de oro. ¡Oh delicia maravillosa y sin igual! ¡Está bien que haya venido, decía yo, ebrio de loca alegría! [3]

Después de doce años, puedo decir que esta nueva vida es infinitamente más hermosa, más rica y más profunda de lo que nunca había podido sospechar ni siquiera en los primeros años de mi conversión.

Pieter van der Meer se entregó con su esposa totalmente a Dios y Dios le pidió todo. Primero se llevó a su hijo de tres años, el 30 de diciembre de 1917. Y, cuando su hijo Pieterke era ya monje por diez años y cinco de sacerdote, también se lo llevó con Él. Su hija se hizo religiosa, con el nombre Sor Cristina. En 1954 se llevó a su esposa y se quedó solo en este mundo, pero acompañado por Dios. Su vida fue un camino de búsqueda del sentido de su existencia. Sin saberlo, era a Dios a quien buscaba, pues tenía nostalgia de Dios.

Ya como oblato benedictino, escribe una obra breve, “La gran aventura”, después de la muerte de su esposa. De ese libro es éste extracto:

“Es usted un multimillonario espiritual”- me dijo Léon Bloy, hace más de cuarenta años, en el día de mi bautismo.


Soy católico: lo he recibido todo, la vida total de la tierra, la vida de la Iglesia y la vida de Dios.


Pero no me está permitido sepultar esta fortuna en la tierra, sino que debo usufructuarla, explotarla infatigablemente, y dar, dar, entregarlo todo, devolverlo a Dios y a mis semejantes (…)


Si veo la vida terrena a los rayos de esta luz –la luz del lado interior de la vida- todas las cosas, grandes y pequeñas, todos los sufrimientos y todas las alegrías adquieren significación y sentido: sé que todo tiene sentido, que es una señal, un signo de todo el trasmundo del espíritu, el que explica la realidad de la vida insondables del Dios vivo. Nuestra vida, la vida de los hombres, ya no puede separarse de la vida de Dios.
Y la vida en la tierra vivida de tal suerte, con Dios, por Dios y en Dios, es la gran aventura de todos los prodigios inesperados, y esta vida no conoce desengaño alguno
, por más que mis débiles fuerzas me exponen siempre al fracaso humano, por más que el dolor y la miseria, la incertidumbre humana destrocen mi corazón –“Spes contra spem”, esperando contra toda esperanza, estoy efectivamente en manos de la Providencia- esta vida no conoce desengaño alguno, nunca, al menos si soy intrépido y sencillo, humilde y simple, si siempre miro recto en los ojos a la Verdad y al Amor- ¡mientras camino sobre las aguas!-.


Lo sé: el cristianismo no es cómodo. Es demasiado sencillo, es amor, es fuego que consume, “ignis consumens”. El cristianismo va inexorablemente contra todo lo que es cómodo y agradable, placentero y halagador para el hombre físico, corporal. (…)
Seguridad, sentirse al abrigo de todo, creerse libre de todo riesgo, no querer advertir ni comprender que el cristianismo es la aventura divino-humana que debe vivirse heroicamente –en una palabra, el ideal burgués- es para los católicos más catastrófico que la comisión de cualquier pecado.
A esta clase de pecados se refiere Nietzsche cuando dice: “¡Vosotros, los cristianos, tenéis una cara de estar tan poco redimidos!”
No comprenden, no saben que el lugar del católico en la tierra es la Cruz. La Cruz es la medida divino-humana del hombre. La Cruz me extiende y prolonga hasta el extremo de las dimensiones de mi verdadera figura. La Cruz me eleva por encima de la tierra, y está plantada en la tierra. De esta manera la Cruz explica el lugar del hombre católico: no es del mundo, en cierto modo es un extraño en el mundo. Y sin embargo está en el mundo, un árbol que enraíza en la tierra (…)
Si el católico se ocupa sobrenaturalmente de lo único necesario, y colmado de Dios, adherido interiormente a Dios –podría expresarlo así: quiero pender de Dios como Jesús pende de la Cruz- se entrega exclusivamente a la consideración de las cosas divinas, servirá al propio tiempo a los ideales naturales de justicia, de paz, de amor al prójimo, el amor puro, y, sirviéndolos, los realizará. (…)

Consciente de la inmensa tarea, dándome perfecta cuenta de mi propia impotencia y de la enorme finalidad, sé muy bien que mi actividad estará siempre muy cerca del cero y hasta debajo del cero. Mas Dios conoce mis anhelos, mis esfuerzos, mi voluntad, y Él completará, en lo oculto o públicamente, las más de las veces de muy distinto modo al que yo espero, siempre con un portento, mi plegaria deficiente y mis obras lastimosas, que trato de llevar a cabo en su amor y por su amor y para su mayor gloria.

Volviendo atrás, una semana antes de su bautismo, Van der Meer escribiría esta oración:

Jesús, Tú eres mi Hermano. Y al darte ese nombre me estremezco de emoción. Eres inaccesiblemente excelso y santo, mi espíritu siente vértigo sobre el abismo de tu misterio, y sin embargo Tú solo, sólo Tú me das la paz profundamente interior, exuberante. Estás por encima de mis palabras, y eres el Pan cotidiano. Me es imposible concebir esto. Permanezco inmóvil y no veo más que una Luz cegadora. Y ésta es redonda como una Hostia. Tú das Tu Cuerpo y Tu Sangre y yo no puedo darte nada. Jesús, no tengo nada, soy un pobre ser humano que siente un hambre inmensa de Ti. He aquí mi alma: la deposito en la palma de TU mano. Está sucia y llena de lodo; mas ¿no es preciosa y de sumo valor? ¿no deja sentir su peso en Tu mano? Ya que también por ella, oh Hijo de Dios, quisiste someterte a la Pasión, pagando así su rescate ante nuestro Padre. Ahora, sobre el fondo del cielo, veo la gran silueta de la Cruz de la que pende clavado el sangriento trofeo de Tu Cuerpo torturado, y la Sangre se derrama sobre mí. Es la Sangre que ha curado mis ojos de la ceguera. ¿Por qué merezco yo todo esto? Soy tan pequeño, tan poca cosa, tan insignificante, tan repulsivo, y sin embargo no habs vacilado en tocarme, "et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo". ¡Oh, tu amor no retrocede ante nada y es infinito! ¿No nos has dado la Iglesia? ¿No señalas los días convirtiéndolos en fiestas? Gracias a Ti ¿no se ha transformado cada día en una eternidad? Las palabras y los ademanes de la Misa, las oraciones del Breviario, toda la santa Liturgia desemboca en Ti como los ríos desembocan en la mar. Eres la cúpula de mi alma, como el cielo lo es de la tierra, y me estremezco de mudas delicias, Jesús mío, amado Señor mío.

El testimonio del poeta holandés nos dice, una vez más, que Cristo continúa incansable reuniendo las ovejas de su rebaño. Gloria a Dios.