sábado, 11 de agosto de 2012

Ojos de Muñeca


Una de las mayores victorias del modernismo es haber logrado separar a Cristo de la cruz.  A base de trampas de púgil marrullero, el hombre de estos tiempos ha conseguido sacar a Jesús de la intensa oración del Huerto de los Olivos y del desierto donde ayunaba. Lo ha invitado a sentarse en primera fila en el concierto de rock duro, le consiguió empleo como portero de discoteca y le ha puesto a repartir tragos en los botellones del fin de semana. Dejó de ser padre para comportarse como un compadre: el que nos ríe los chistes sin gracia y se apunta a nuestras gamberras; dejó de ser guía para comportarse como un coleguita.

                Una vez desclavado a Jesús del madero, el evangelio del sufrimiento ya no tiene sentido. El hombre de hoy no quiere saber nada de errores ni de horrores. De tanto mirarse al espejo se ha convencido de que, por mucho que pasen los años, siempre podrá encontrarse hermoso. Corre diez kilómetros diarios, se engrasa de potingues para apuntalar la juventud, estirar arrugas  y tonificar muslos y brazos; inventa pócimas de belleza eterna y aparatos que prometen devolvernos el tono muscular de los veinte años. La industria de la belleza mueve cada año inmensas fortunas, por todas partes nos anuncian fábricas de cosméticas y clínicas de adelgazamiento que, por lo que cuesta un riñón pero a pagar a plazos, nos vuelven más altos, más jóvenes, más saludables. En el fondo, están logrando que el hombre se crea inmortal y que podemos esquivar la muerte con trucos de esteticistas y recetas de curandero.

                Quizá por eso muchos cambian el móvil dos veces al año, de zapatos cada temporada y de mujer cada tres meses. El televisor nos dura lo que tarde en llegar a las tiendas uno más sofisticado. Ya no se remienda la ropa ni se arreglan lavadoras. Los abuelos que vivían con nosotros cuando ya no se valían por sí mismos, ahora los empaquetamos y les enviamos a residencias donde no nos recuerden que también a nosotros nos llegarán los achaques de la artrosis, el temblor de las manos y el olvido de la memoria. Pero claro, seguimos amando a esos seres que queremos ver lo más lejos posible de nuestra vista y, como no deseamos que sufran los pobrecitos, lo mejor es que se vayan en paz.

                Por eso a la eutanasia lo llaman muerte digna. Los que logran que les pinchen un chute de morfina demasiado generosa que acabe con sus vidas, son presentados como héroes y mártires de una causa que debería ser común al resto de la humanidad. Se presiona para que la ONU la inscriba en la carta de los Derechos del Hombre. Todo el que se oponga es arrinconado y lanzado a los leones de lo políticamente correcto.

                Alejandro Amenábar en su película Mar adentro logró presentarnos como un santo a quien, postrado en una cama, luchaba desde hacía años porque le asesinaran. Algo parecido vimos en Millon Dollar Baby, y muchos quisieron ser como Clint Easwood. Pero la auténtica muerte digna fue la de Olga Berjano,  tetrapléjica durante décadas y que, sin poder hablar, logró escribir dos maravillosos sobre el valor de la vida. O Chiara Luce Badano, que murió de cáncer de huesos, enamorada del regalo que le dio Dios al nacer. O como Ron Hoube, un enfermo belga que estuvo en coma durante mucho tiempo y que fue declarado que moriría en estado vegetativo, pero que un día despertó  veintitrés años después proclamando que “yo gritaba pero nadie me escuchaba”.

                Anna Shapiro entró en coma el mismo día que asesinaron al presidente Kennedy. Su esposo juró amarla y serle fiel en la salud y la enfermedad todos los días de su vida hasta que la muerte los separase. Y cumplió su promesa. Él estuvo a su lado durante casi treinta años: la aseaba, la peinaba, le daba de comer, rezaba junto a ella. En los primeros tiempos, Anna sufrió lo que se llama tener ojos de muñeca, dormía con los ojos abiertos y su marido Ron le administraba unas gotas en los ojos para evitar que se secaran. En 1992 Anna despertó del coma, y se encontró a su lado con un viejo al que no reconocía: era su marido. Al verse en el espejo, ella misma se sintió extraña.

                -Encienden la televisión, Ron, para ver Yo amo a Lucy –le dijo al marido nada más despertar, creyendo que aún emitían un programa de éxito tres décadas atrás.

                Lo curioso del caso es que Anna y Ron vivieron otros once años de feliz matrimonio.



                No hay nada más anacrónico que el modernismo. El hombre antiguo sacaba fuego de frotar dos troncos o aplastar una piedra, hasta que lo moderno fueron las cerillas o el mechero. Durante algún tiempo fue lo más fashion llevar el pelo largo, y otras en que lo que se usaba era el cabello corto; unos tiempos era moda los pantalones de campana y después llevarlo por la rodilla o con pierna de tubo.  Ahora nos quieren convencer de que la eutanasia es el último grito de la solidaridad humana. Mientras ese modernismo se pasee por las pasarelas de la historia desenchufando los cables de las máquinas a los que se aferran los enfermos graves o clavando jeringuillas envenenadas de muerte a quien nos dice no querer seguir viviendo, siempre existirán las Chiaras y las Annas que se nieguen a devolverles a Dios el regalo de la vida.

2 comentarios:

  1. Gracias a ese Jesús herido, dolido, clavado, yo encuentro sentido a mis sufrimientos. Gracias por la entrada. UN FUERTE ABRAZO.

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  2. Ay como me gusta tu blog.
    Me parece triste cuando hablo de mi Jesus en la cruz y alguien me refuta...ustedes porque matan a Jesus todo el tiempo el esta vivo,y yo le contesto porque es imposible olvidar el dolor que El padecio por mis pecados,de esa manera cuando peco,me averguenzo al mirarlo en la cruz...que dolor siento por mis pecados.

    Mil bendiciones.

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