martes, 2 de octubre de 2012

Flashes y Oraciones





Un año atrás, Cristiano Ronaldo afirmo que la gente le tenía envidia porque era guapo, rico y buen futbolista. La afirmación retrata mejor al que la formula que a aquellos criticones contra los que va dirigida.

            El jugador madridista es el típico personaje que sufre esta enfermedad de nuestro tiempo que es la famitis. No pueden vivir sin ser el centro de atención, sin vivir haciendo equilibrios encaramado en la cresta de la ola, en el ojo del foco hacia donde se dirigen todas las miradas y donde se suscita todos los comentarios.

            La prensa, la televisión, las redes sociales están llenas de estrellas como Ronaldo que reclaman incesantemente que estemos pendientes de ellos: que le veamos retratado con el último ligue, viéndole conducir el deportivo más lujoso, bañarse en las playas de California o pasear palmito por las pasarelas de la popularidad. Es gente que no sabe vivir embarrancada en el anonimato, sufren la constante tensión de las cámaras, los flahses y el micrófono, que se hable de ellos todo el tiempo, para bien o para mal. Lo que ocurre muchas veces es que la fama no hace rehenes, y, cuando una mala racha, una lesión deportiva, el fracaso taquillero de una película o una separación traumática dan una patada a los puntales de cartón piedra sobre los que se sostiene la vida del artista, muchos de ellos acaban como juguetes rotos olvidados del público y fuera del alcance de las cámaras y de los aplausos. Recuerdo a una presentadora de televisión de gran éxito que acabó destruida por las drogas, o a un boxeador campeón del mundo que murió arruinado porque no supo domesticar a esa bestia que es el éxito mal llevado. En este mundo de la farándula se dan muchos casos de artistas de renombre y alto caché que, de la noche a la mañana, cuando los focos dejan de iluminarles y los seguidores de pedirles autógrafos o de comprar sus obras, no pudieron asimilar la pesada digestión de la notoriedad perdida. Algunos acabaron desahuciados por las drogas, el juego, víctimas de estafas, dilapidaron fortunas enormes en casinos y juergas. Acostumbrados al primer plano, no pudieron reconocerse bien sin estar subidos al escenario, sin la corte de maquilladores, representantes y aduladores que viajan como fardos de hormigón en las maletas del artista.

            Fueron víctimas de los métodos competitivos de una sociedad que tiene prisa por experimentar las emociones fuertes que, tras la agitación momentánea, sólo dejan el hastío y el cansancio. Se convierten, sin saberlo, en los entretenedores de moda, en los bufones oficiales que se ofrecen a sí mismos como cobayas que giran enloquecidos sobre la rueda que pedalean sin cesar, sin ser conscientes que cuando más frenéticamente la hacen voltear, más atrapados están en el círculo vicioso que les destruye.

            Como contraste a todos ellos, quiero fijarme en los héroes anónimos que viven una existencia escondida e insignificante según la forma de calibrar el valor de las cosas del mundo actual, y que con su oración sostienen el peso del mundo de la inminencia de la catástrofe o de la justa ira de Dios.

            Ya sean las plegarias de los eremitas, el rezo de las monjas o las letanías de las abuelas, la oración silenciosa de multitud de almas buenas son las razones que conmueven al Creador cuando los sacrilegios y los horrores del hombre moderno ponen a prueba su paciencia. Las madres clamando por la conversión de los hijos, los místicos ofreciendo sus dolores y luchas por el bien común, el sacrificio de tantos espíritus orantes, son los justos que Abraham no logró hallar en Sodoma para que esta ciudad del pecado no fuese destruida.

            Jean Lafrance afirmó que cuanto más absorto está un hombre en la oración, menos conciencia tiene el que ora porque permanece oculto a su propia mirada. Felices son los que hablan con Dios porque saben entender a los hombres. Manzoni escribió que el hombre crece cuando cae de rodillas y Donoso Cortés que más hacen por el mundo los que oran que los que combaten, y si el mundo está mal es porque hay mas batallas que oraciones.

            Si hay algo que dejan claro las Escrituras es que Dios se conmueve ante la súplica de los que, con corazón contrito y humillado, invocan la ayuda del cielo.

            Se conmovió ante el deseo de Sara de ser madre, y, a pesar de sus noventa años, le concedió dar a luz a Isaac. Se conmovió Cristo del ciego que le grito: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. Se conmovió ante la fuerza de fe de la hemorroísa que creyó que, si sólo rozaba el borde de su manto,  iba a ser sanada. Se conmovió del criado del centurión por la fe del soldado romano que le desarmó con una profesión de confianza como nunca antes había visto en los hombres de la tierra: “Señor, no merezco que entres en mi casa, pero sólo una palabra tuya bastará para sanarle”. Se conmovió de la hija de Jairo por la súplica del padre, de la viuda de Naím y sus lágrimas desgarradoras, de la plegaria del papá del niño epiléptico. Se conmovió de la multitud que le seguía sin tener nada que comer y multiplicó los panes, y los peces, y antes en Caná, transformó en vino de excelente cosecha lo que sólo eran unas tinajas de agua. Se conmovió ante la plegaria del buen ladrón, ante aquel criminal que, muy probablemente habría cometido grandes delitos y terribles pecados, pero que, erguido en la cruz  y a la misma altura que el Rey del Universo, supo advertir la majestad del Hijo de Dios, y presentar su vida como ofrenda y pago de tantos años de extravío. “Señor, acuérdate de mí cuanto estés en tu reino”. “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”.

            En millones de claustros diseminados por todo el mundo, en infinidad de iglesias y multitud de capillas, frente a  sagrarios que miran los penitentes en inmensas catedrales o minúsculos templos donde siempre hay arrodilladas almas buenas;  en asambleas masivas o en la soledad de las habitaciones o los hogares, ahora mismo hay millones de espíritus caritativos y orantes que con su rezo sincero conmueven el corazón de Dios. Porque saben que “debemos orar siempre, no hasta que Dios nos escuche, sino hasta que podamos oír a Dios”.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Caminar como un Cojo


“Es mejor cojear por el camino que avanzar a grandes pasos fuera de él. Pues quien cojea en el camino, aunque avance poco, se acerca a la meta, mientras que el va fuera de él, cuanto más corre, más se aleja”.

            Esta cita de San Agustín ilumina lo que es el peregrinar del creyente en un mundo hostil que reniega de Dios, que le ha echado de la escuela, que ha declarado tabú pronunciar su nombre en público y que ha recluido su recuerdo a los claustros de los conventos, al ámbito de iglesias y capillas y a la intimidad de la familia.

            La ciencia atea ha intentado muchas veces presentar el cristianismo como un mito levantado sobre la figura de un hombre que nunca vivió. Hasta comienzos del siglo XX, incluso, se podían encontrar en las librerías obras con títulos como “Jesucristo nunca ha existido”. Pero son tantas y tan contundentes las pruebas históricas y arqueológicas del paso de Jesús entre nosotros, que hoy sólo un puñado de fanáticos irrecuperables se atrevería a sostener sus tesis en un foro público.

            Así es que, ya que no pueden derribar el pilar sobre el que se sostiene el edificio de la fe  cristiana, tratan de socavarlo por sus flancos más débiles. Jacinto Benavente escribió que lo peor que hacen los malos es hacer dudar de los buenos. El mal también tiene su lógica, sabe argumentar y mostrar su mercancía adulterada sobre vitrinas y escaparates llenos de adornos y oropeles fabulosos, luces encandiladoras que  hacen que la atención no se fije sobre el estiércol nauseabundo que quieren vendernos, sino sobre  el ruido hipnotizador con que tratan de desarmar nuestra voluntad de hombres de fe y colocarnos sus doctrinas perversas como si fueran verdades indiscutibles.

            Lo que nos vienen a decir es algo como esto: “Estamos de acuerdo con que Cristo estuvo por la tierra hace unos dos mil años. Pero el Jesús que predica la Iglesia no es el hombre que existió de verdad”. Por eso cada pocos años surgen polémicas salidas de las factorías del ateísmo militante como lo de la esposa de Jesús, anteriormente fue sobre una supuesta tumba de nuestro Señor, y un poco más atrás fue lo del evangelio de Judas. El demonio no coge vacaciones nunca y siempre está enredando y lo mismo utiliza al Canal de Historial, al National Geografic o a una profesora de Harvard para que, en un estilo docto y muy solemne, nos suelten una completa idiotez.

            Lo del trozo de pergamino con lo de la esposa de Jesús podía haber salido de un chiste del club de la comedia. El papelito de marras se calcula que fue escrito en el siglo cuarto, es decir, unos trescientos cincuenta años después de la muerte y resurrección de Cristo. Es como si dentro de tres siglos alguien escribiera de su puño y letra que Barack Obama en realidad no era negro, sino rubio albino, y enterrara ese documento  en el jardín de casa para que dentro de unos siglos un arqueólogo del futuro lo desenterrase, y construyese la hipótesis histórica de que el presidente Obama jamás fue un afroamericano sino un tipo de pelo blanco y piel albina que siempre llevaba gafas de sol.

            Cualquier charlatán de medio pelo escribe hoy una novela delirante sobre los secretos que oculta la Iglesia que, de saberse, cambiarían el curso de la historia. Por eso abundan tantas historias y películas donde siempre hay catedrales con pasadizos secretos que conducen, a través del espacio y del tiempo, a  lugares prohibidos donde sectas milenarias cuyas cabezas pensantes están dirigidas por  religiosos siniestros que custodian secretos  por el que son capaces de matar con tal de no ser revelados.

            La sociedad actual ha logrado que traguemos con fenómenos objetivamente perversos como el divorcio, el aborto, la eutanasia, la experimentación embrionaria o las uniones entre personas del mismo sexo. Ha conseguido que la opinión pública simpatice con estas realidades y además que declare como enemigos del progreso a todos los que se oponen a ellas. La primera de la lista es la Iglesia.


            Mientras ella sigua siendo la voz que clama en el desierto, mientras siga proclamando que las verdades del Evangelio continúen teniendo tanta vigencia como hace dos mil años, mientras persista en condenar la cultura de la muerte que aborta cada año a millones de inocentes, mientras siga señalando que la eutanasia es la suplantación de la voluntad de Dios, mientras insista que el divorcio y el sexo utilitario y sin compromiso son soluciones equivocadas, la Iglesia seguirá estando en el punto de mira de cuantos están interesados en silenciar su voz y amordazar su voluntad. La fiesta atea debe continuar y hay que echar del baile al que sigue empeñando en gritar que el rey sigue desnudo.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Pérdidas y Renuncias

Cada día me cruzo con un hombre de mediana edad que anda siempre con la mirada extraviada y sin luz, la cabeza gacha, los hombros caídos y arrastrando los pies como si tuviera que cargar sobre sus espaldas el peso colosal de una montaña gigantesca.

            Ese hombre está diciendo a gritos que la vida le ha engañado, que todo es una estafa, que nunca se cumplieron sus sueños y que ya nada queda por lo que luchar. Su vida, muy probablemente, sea la biografía de una existencia atormentada por un montón de pérdidas y renuncias.

            A diferencia de los animales, la conducta humana no está siempre orientada a la supervivencia o la presión de lo orgánico. El hombre puede preferir lo que desagrada antes que lo apetecible si lo considera objetivamente bueno.

            Por eso el devenir de la humanidad está escrito con historias de renuncia contada por gente que hace dejación de algo por el bien de alguien. Renuncian las madres al éxito profesional por cuidar a los hijos recién nacidos; renuncian los abuelos a la vejez tranquila por acoger a los nietos; renuncian los cooperantes a la vida segura y las comodidades del hogar por acudir a la llamada de las misiones; renuncia el sacerdote y la religiosa a la familia por amor a Cristo; renuncian los servidores públicos al calor de la familia en Navidad por cubrir su guardia de enfermera o de bombero. Por encima de sus intereses, asoma el horizonte del bien común y a él responde el ser humano más allá de lo que le gustaría hacer.

            Todos tenemos pérdidas que lamentar. Nacemos y ya perdemos el refugio seguro del vientre materno. Somos lanzados a la vida sin haber aprendido a respirar, nuestra primera respuesta ante el mundo es un llanto desgarrado. Perdemos la inocencia de la infancia antes los primeros sobresaltos que nos producen los males de la enfermedad o la ausencia de los seres queridos. Perdemos la confianza en los amigos  cuando nos hacen daño o nos traicionan. Perdemos el amparo de la familia cuando nos marchamos lejos, perdemos la libertad individual cuando nuestro destino se une a otro ser; perdemos la fe en el mundo cuando nos agreden. Perdemos el trabajo, el tiempo, perdemos, a veces, el sentido del bien y el mal, el honor o el amor propio. Perdemos nuestra autosuficiencia física cuando enfermamos y se colapsan las facultades motrices  o la lucidez intelectual cuando la vejez nos va despojando de la vida: ahora nos duelen los huesos, los músculos se atrofian, los pies no responden, las manos se agarrotan. Nos vamos muriendo por entregas.

            Pero, en medio de tantas pérdidas y de tantas renuncias, puede haber una epifanía, un momento de gloria si logramos aligerar el paso y marchar junto a Aquel que va delante guiándonos el camino. Es el mismo Jesús que está dispuesto a recoger los restos de nuestro naufragio personal y ponerlos junto al altar del Padre.




El Cielo no responde (y 4)


La escritora francesa Marguerite Duras dijo: “No creo en Dios pero hablamos muy a menudo”. Este nadar entre dos aguas propio de los que buscan sin saber que lo hacen, se releja con nitidez en el pensamiento de Jean Serment: “He pasado toda mi vida en tensión, como un arco, pero nunca he sabido dónde apuntar y lanzar la flecha”.

            Frente al misterio del dolor humano y el mal en el mundo, el hombre sin fe, como Camus, se pregunta dónde está Dios, por qué permite el sufrimiento de los débiles. A lo largo de todas las épocas, las distintas religiones han querido aportar una respuesta a este dilema que para muchos les resulta insuperable. En el Antiguo Testamento, la enfermedad y las calamidades sufridas por las personas eran fruto de los pecados de sus antepasados. En el Islam, vemos cómo en países como Afganistán o Arabia Saudí, la mujer violada no sólo no es una víctima de un acto cruel, sino que se la considera colaborador de él. En uno y otro país nos llegan casos de mujeres que han sufrido esta agresión y son obligadas a casarse con su violador, e incluso son condenadas a doscientos latigazos y penas de cárcel.

            En el hinduismo, las desgracias que ocurren a los seres humanos son fruto de las malas acciones obradas en las vidas anteriores de los parias que la sufren, y deben pagar con su karma hasta que a lo largo de muchas existencias consecutivas, sus errores sean corregidos por siglos de penitencia. Es frecuente ver a los hinduistas haciendo abluciones en las orillas del río Ganges y cómo, en medio de tantos devotos religiosos, puede verse a enfermos terminales sacudidos por convulsiones. Nadie de los que les rodean acudan a socorrerle y le dejan morir solos porque ése es su karma.

            Sólo el cristianismo puede iluminar ese misterio oscuro que es el sufrimiento humano. Cristo, desde su nacimiento, no se privó de saborear, palpar y oler la fragilidad humana. Nació entre bestias y ruinas porque nadie quiso hospedarle. Al poco de nacer hubo de huir y sufrir exilio porque Herodes le buscaba para matarle. Él, que era Dios y merecía el reconocimiento de su condición divina, debió vivir durante treinta años en una vida discreta y escondida, aprendiendo un humilde oficio lejos de la gloria del mundo. Cuando salió a predicar debió escuchar murmuraciones y calumnias, le acusaron de brujería, de hacer magia negra, de no respetar el sábado, de ser un pobre judío que se proclamaba a sí mismo como Hijo de Dios. Fue traicionado por uno de los mismos que eligió para llevar la buena noticia a todas partes, fue encarcelado y condenado con un simulacro de juicio ni pruebas. En su cabeza le encajaron un casco de púas afiladísimas contra la cual hundieron látigos y palos. Su cuerpo fue desgarrado espeluznantemente por cientos de latigazos de verdugos que se ensañaron con gran vehemencia sobre su espalda. Sin fuerzas, con el hombro desgarrado por una llaga descomunal que dejó el hueso al descubierto, fue obligado a cargar el madero mientras una multitud enfebrecida le lanzaba insultos y blasfemias, gritos y amenazas, le escupían, le empujaban, le zarandeaban, se burlaban de Él. En la cruz, sus manos y sus pies fueron perforados por clavos que quebraron sus huesos y le desgarraron la carne con un dolor insoportable. Mientras agonizaba, su cuerpo desgarrado y torturado se movía sin descanso de un lado a otro buscando un segundo de alivio, rebotaba en dirección contraria y, sin fuerzas, volvía a hacer el recorrido contrario buscando otro instante de paz.

            Que nadie diga que Dios es indiferente al dolor humano, que se cruza de brazos y mira hacia otro lado mientras un niño se ahoga en la piscina, un adolescente la emprende a tiros o un avión cae al mar. Dios se hizo hombre y fue calumniado, torturado y ajusticiado como el peor de los criminales. Él no habla de oídas, ha experimentado nuestra fragilidad humana y se ha calzado la piel del hombre, sabe de lo que hablamos y sentimos cuando alguien mira al cielo y le dice: ¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

            Jesús no sólo sufrió el dolor sino que además nos hizo ver en él una fuente de salvación y un camino a la gloria sin fin. “Venid a mí los que estéis cansados y agobiados que yo os aliviaré”. “El que quiera salvarse, que tome su cruz y me siga”. “Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados, bienaventurados los perseguidos a causa de la justicia porque de ellos es el reino de los cielos, bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos verán a Dios”. “Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron”.

            Cristo no sólo se vistió con el traje del sufrimiento humano, sino que nos hacer ver que el dolor no es gratuito ni arbitrario, que no queda sin recompensa, que las lágrimas y la sangre, la enfermedad y la muerte, pueden convertirse en vales al portador para ingresar por la puerta del paraíso. En palabras del padre Nouwen “Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados. Ésta es la inesperada noticia: nuestra aflicción encierra una bendición oculta. ¡No son objeto de bendición los que consuelan sino los que sufren! De algún modo, a pesar de nuestras lágrimas, hay un regalo escondido. De algún modo, a pesar de nuestros lamentos, se dan los primeros pasos de la danza. De algún modo, el dolor que nos ocasionan nuestras pérdidas es parte de nuestros cantos de agradecimiento”.

            Dostoievski, que experimentó una profunda conversión religiosa cumpliendo condena en una cárcel rusa, hizo esta declaración de amor incondicional a la figura de Jesús:

            “Soy hijo de este siglo, de la incredulidad y de las dudas y lo seguiré siendo hasta el día de mi muerte. Pero mi sed de fe siempre me ha producido una terrible tortura. Alguna vez Dios me envía momentos de calma total, y en esos momentos he formulado mi credo personal: que nadie es más bello, profundo, comprensivo, razonable, viril y perfecto que Cristo. Pero además –y lo digo con un amor entusiasta- no puede haber nada mejor. Más aún: si alguien me probase que Cristo no es la verdad, y si se probase que la verdad está fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad”.

La Cruz y el Microscopio (14)



martes, 25 de septiembre de 2012

El Cielo no responde (3)



                  En su obra, Dios necesita de ti, el padre Leo J. Tresse cuenta este hecho que conoció de primera mano:

            Un niño de unos tres años corría por el césped del jardín de su casa, perseguido por su madre.

            -¡Ven aquí, Timmy, ven aquí! –le gritaba su madre-. ¡No atravieses el seto!

            Pero Timmy no le hizo ningún caso. Traspasó el seto y sorteó hábilmente los automóviles estacionados en la calzada, donde un coche que pasaba le lanzó por los aires. Su cuerpecillo roto fue a caer en brazos de su madre.

            El padre Trese hace una reflexión sobre este suceso:

            “Dejando aparte de que Timmy era demasiado joven para responder de sus actos, la escena recuerda mucho a la actitud de Dios con los pecadores. “Ven aquí, ven aquí”, grita ansiosamente, con su gracia, cuando un alma corre hacia el pecado. Pero el pecador, ajeno a todo lo que es su deseo, hace oídos sordos a la voz de Dios y sale voluntariamente al encuentro con la muerte”.

            Para quienes reclaman a Dios que intervenga cada vez que los impulsos humanos, la furia de la naturaleza o las catástrofes naturales nos sacudan con el horror de la tragedia, le están pidiendo que cambie las reglas de juego a mitad del partido, que suspenda las leyes sísmicas para que no ocurran terremotos o los procesos climáticos para detener torrentes o calmar huracanes; que transforme  un instante el corazón de un criminal privándole de su libertad para elegir que impida que un tren descarrile o un coche se estrelle contra un árbol.

            Para los que han sentado a Dios en el banquillo, le someten a juicio por no impedir el mal de los inocentes, pasan por alto que, para los que cometen el mal, la justicia divina no acaba sino que empieza con la muerte del impío, que esa justicia no es cosa de broma y que pesará su condena por toda la eternidad. Quizás por ello el Juez Supremo, antes de golpear el mazo condenando al pecador irredento, tiene tanta paciencia y le concede una oportunidad de cambiar por cada día que pisa la tierra.

            Se olvidan también que, para los inocentes destruidos por el hombre perverso, la misericordia de Dios dura para siempre, que el dolor sufrido puede significar el gozo perpetuo. Hasta un filósofo tan poco religioso como Kant supo verlo cuando dijo que “Dios bien podría compensar infinitamente cualquier tragedia con una eternidad feliz”.

            Si Dios impidiera el sufrimiento, neutralizaría también la libertad del hombre para elegir entre el bien y el mal, y anularía por completo el libre albedrío. Supongamos que cada vez que vayamos a hacer algo (asaltar una joyería, cometer adulterio o gastarnos en copas el sueldo del mes) una fuerza extraña cerrara un lazo sobre nosotros y nos impidiera movernos. Ese principio se aplicaría también a nuestras palabras cuando vamos a soltar una mentira, decir una palabrota o blasfemar; a nuestras miradas y hasta a los pensamientos más ocultos. Ocurriría como en esos programas que en horario infantil hacen sonar un pitido cada vez que alguien suelta un taco, o como cuando en la tele una imagen pixelada hace borrosa la figura de los cuerpos desnudos. Dios no quiere santos a la fuerza, la bondad no puede ser dirigida o estar carente de méritos, el mal no puede ser prohibido por decreto divino porque entonces el hombre ya no tendría derecho a ser heredero del reino de los cielos.

            Los incrédulos suelen lanzar esta objeción a la creencia en Dios:

            Si Dios es padre, carece de poder para ayudar; si es todo poderoso, entonces es cruel porque no quiere ayudar.

            Santo Tomás argumenta que el mal no existiría si no existiera Dios. No es un mal para la piedra no tener vista. Algunos estudiosos estiman que la inteligencia de los perros es más o menos como la de un niño de dos años. Que un can no tenga el coeficiente intelectual de un científico no representa para esta criatura ninguna minusvalía, pero sí lo sería para un ser humano adulto con una discapacidad mental tan acusada que le impediría moverse en el mundo al no saber distinguir lo verdadero de lo falso. Un conejo no sabe multiplicar ni un gato dar cuerda al reloj. Para ninguna de estas criaturas su ignorancia es un mal, pero para el hombre del siglo XXI sería una catástrofe.  Que el común de las personas tengamos un oído musical no mucho más agudo que un matasuegras no es un mal en sí mismo, pero sí lo sería para un músico profesional. Por eso el mal no es otra cosa, diría, santo Tomás, que la ausencia de un bien. A quien niegan a Dios porque hay dolor en el mundo, el santo les responde que, puesto que hay mal, existe Dios.

            Después las matanzas de los mártires cristianos, la Iglesia se extendió por el mundo, millones de paganos conocieron a Cristo y salvaron su alma. No podía dar libertad a Herodes sin poner en peligro a los santos inocentes. Tras el terror de la revolución francesa, la Iglesia vivió un florecimiento y surgieron santos tan grandes como el cura de Ars. “El hombre verdaderamente bueno es solamente el que ha podido ser malvado y no lo ha sido”, dijo Nicola Ioarca. Si interviniera de oficio siempre que el corazón humano se desviase, el libre albedrío se convertiría en una farsa.

La Cruz y el Microscopio (13)


El Cielo no responde (2)




En la novela de Truman Capote “A sangre fría”, uno de los personajes hace un paralelismo de lo que podría ser la eternidad que, desde que leí la obra hace algunos años, me ha parecido una de las mejores alegorías de lo que podría ser el tiempo sin tiempo, la eternidad.

            Sin ser una cita textual, viene a decir más o menos así:

            “Si un pájaro empezara a transportar, grano a grano, toda la arena que hay en la playa más inmensa que pudiera existir, llevarla al otro lado del mundo, y volver a hacer el viaje de vuelta, cuando ese ave termine de vaciar esa playa tan enorme, grano a grano, ése sólo sería el primer segundo de la eternidad.

            No se puede entender la relación de Dios con el sufrimiento humano sin considerar la promesa de eternidad. Cuando un padre levanta las manos al cielo buscando justicia por el hijo asesinado, en medio de la tragedia y el mayor de los sufrimientos, el corazón humano presenta el último recurso ante la Justicia Divina con el convencimiento de que Él reparará el dolor y el desorden causado por el mal ciego y arbitrario.

            Frente a la tragedia del dolor humano, Dios dispone de dos comodines para congraciarse con el hombre: el de la justicia y el de la misericordia. Con ambos pagará generosamente las obras de los verdugos y la tragedia sufrida por los inocentes. Y el tiempo de Dios no es el tiempo del hombre, no son horas y días contados que pasan fugaces. Él dispone de toda la perpetuidad para afrentar al injusto y premiar a sus víctimas. Sin la premisa de lo que nunca se acaba, sin poner sobre el tablero de juego los ases  de la justicia y de la misericordia, no podemos decir que Dios se retira del juego antes de tiempo o que Dios es indiferente al mal del mundo.

            Imaginemos dos pasajeros que viajan de noche en un vagón de metro. Ambos se bajan en la misma estación, atraviesan el andén al mismo tiempo y salen a la calle por la misma boca de metro. El hombre es un violador; la mujer será su víctima. Conociendo el final de la historia, los que no creen en Dios a causa del mal en el mundo, razonarían que, si ese ser tan bueno al que llamamos Dios existiese, fulminaría al violador repugnante con el sablazo de un infarto, le arrollaría un camión o le llovería sobre su cabeza un trozo de cornisa del tamaño del Titánic. A la mujer la dejaría que llegase a su casa y que aquel día sólo fuese uno de tantos otros donde no pasa nada.

            Pero Dios es padre de ambos, de la víctima y también del bárbaro. A los dos seguirán amando por igual y a los dos dará cada día la oportunidad del arrepentimiento y la conversión. Además, la historia puede que no acabase ahí. Puede que, fruto de ese delito tan sucio, la mujer se quede embarazada y, a pesar de todo el griterío de la sociedad actual fascinada por escoger el camino fácil y la vía utilitaria, decida tener a su hijo. Que después lo dé en adopción o que lo críe ella misma, que el hogar donde se eduque el pequeño sea un sitio de amor, que fruto de esa felicidad familiar salga un niño, un joven más tarde y un adulto finalmente dotado de un gran amor al prójimo. Que ese hijo de una violación funde un hogar para niños sin techo, un centro de acogida para los parias de la tierra o una granja donde se rehabilitan toxicómanos o ludópatas; que ese ejemplo arrastre a otros a dar limosnas para que más niños abandonados o enfermos compulsivos en busca de redención tengan una cama caliente, una sopa en la mesa y una esperanza de recuperar el mando sobre sus vidas; que muchos otros jóvenes sin esperanza vean en ese ejemplo una forma de dar sentido a sus vidas caóticas, que se unan a esas fundaciones, que su testimonio llame a otros a hacer lo mismo, y que estos otros se muevan por el mundo haciendo una obra buena. Y además de todo esto, al violador que tenemos sentado en el banquillo le puede ocurrir como aquel que causó la muerte a Santa María Goretti mientras intentaba forzarla, que el ejemplo de su víctima le transformó. Dios conoce mejor que nadie su oficio y siempre tiene un plan B.

La Cruz y el Microscopio (12)

domingo, 23 de septiembre de 2012

El Cielo no responde




Cuando el premio Nobel y escritor francés Albert Camus tenía unos dieciséis años, fue testigo de un suceso que le dejó una marca profunda durante toda su vida. Paseaba, junto a un amigo, por la orilla del mar cuando se tropezaron con un alboroto. Arrollado por un autobús, yacía en el suelo el cadáver de un niño árabe. La madre del chiquillo daba alaridos desgarradores mientras el padre sollozaba en silencio. Camus, después de unos momentos de desconcierto, levantó la vista y dijo al que le acompañaba:

            -¡Mira, el cielo no responde!

            El problema del dolor es el plato picante con el que se han indigestado muchos de los que, de forma sincera, han buscado a Dios. Al escritor francés le parecerá, a partir de aquella tragedia presenciada en Argel, que la solución religiosa tendrá que ser una falacia. “Todo mi reino es de este mundo”, dirá a todos los que querían escucharle, aunque, quizás cansado de su existencialismo estéril, al final de su vida trató de hallar consuelo en la fe y llegaría a reconocer que “He deseado ser dichoso como si no tuviera otra cosa que hacer”, y que “los hombres mueren y no son felices”.

            En la obra Esperando a Godot, de Samuel Becket, aparecen dos vagabundos llamados Vladimir y Estragon que esperan en vano, junto a un camino, a un tal Godot, con quien quizás tienen alguna cita. El público nunca llega a saber quién es Godot, o qué tipo de asunto han de tratar con él. Un muchacho hace llegar a los vagabundos el mensaje de que Godot no vendrá hoy, pero quizás mañana sí. Esta trama simboliza el tedio y la carencia de significado  de la vida humana si se la retira del foco luminoso de la fe, tema recurrente en los escritores existencialistas como Albert Camus. Aunque el autor lo negara, la mayoría de los críticos ven en el papel de Godot al Dios que  permanece en silencio.

            Según estos pensadores agnósticos, no es razonable pensar en un Dios que se cruza de brazos ante la cámara de gas, la tortura, el homicidio, la barbarie de la guerra o las devastaciones de la hambruna, las sequías y las epidemias. No logran entender a ese ser todopoderoso y todo bondad de los cristianos que se mantiene al margen mientras los hombres se despedazan o los desastres materiales devastan pueblos y convierten en escombros, polvo y cenizas ciudades enteras. Para ellos “Dios concebido como causa o inteligencia suprema no da razón de la sinrazón humana, del dolor de siglos de esclavitud y guerras, enfermedades e injusticias. ¿Cómo responde Dios al escándalo del sufrimiento humano?”. Para Sartre, el hombre es una pasión inútil, pero Sócrates ya había escrito que si la muerte acaba con todo, sería ventajoso para los malos.

            En Macbeth, Shakespeare pone en boca de su personaje que la vida es un cuento sin sentido, narrado por un idiota que gesticula aparatosamente sobre el escenario de la muerte. “Casi toda la humanidad –dice Julián Marías- ha compartido la esperanza en la vida después de la muerte. Pero esa esperanza ha estado unida a la zozobra de la duda”. Para Bernanos, el escándalo del universo no es el sufrimiento, sino la libertad.

            Si el hombre es un ser libre, tenemos que contar con que pueda usar perversamente esa libertad y que, por medio de esa opción errónea, exista el mal en el mundo. Si cada vez que el hombre, en el uso de la facultad que tiene de usar su libertad para escoger entre  el lo justo y lo injusto, lo que florece o lo que envenena, lo que construye o lo que destruye,  antes de cometer un acto retorcido la mano de Dios lo agarrara por las solapas y lo enviara castigado a sudar sus delirios fatales en una mazmorra, entonces el piloto automático del bien común estaría siempre activado. No harían falta leyes, ni jueces, ni policías ni ejércitos, tribunales o gobiernos. El hombre viviría una utopía, el dinero no haría falta, los acuerdos se sellarían con un apretón de manos o un abrazo. Como Dios también intervendría en los fenómenos naturales, la lluvia bañaría los campos sin causar estragos, los vientos producirían energía que no envenena el medio ambiente, los incendios se apagarían solos y los mares se transformarían en su versión castrada de los lagos. Estaríamos en el paraíso, la creación sería perfecta. ¿Para qué querríamos a Dios? Alguien volvería a señalar el apetitoso fruto prohibido que no debemos probar apremiándonos a que lo hagamos.

            Como los mendigos de la obra de Becket, el ser humano siempre está sentado a la orilla de la carretera esperando a ese huésped que se hace esperar. Es la visita que ansiamos que venga con la maleta cargada de regalos a rescatarnos de nuestra existencia de pobreza de bienes material y de indigencia espiritual. Muchos sueñan con verle llegar como el libertador que se enfunda los múltiples disfraces del dinero, la sensualidad, el juego, el poder, la fama, y que nos dejan con cargamentos de gloria artificial y efímera que, una vez se apaga el resplandor de sus lentejuelas de bisutería, nos devuelven de nuevo a la orilla del camino a seguir esperando a ese Godot que nunca trae lo que nosotros esperamos.

La Cruz y el Microscopio (11)